Por: Maximiliano Catalisano
Imaginate una clase donde los alumnos no solo aprenden porque “deben”, sino porque el cerebro está dispuesto a hacerlo. Donde se respetan los tiempos de atención, se estimulan las emociones positivas, se evita la sobrecarga y se potencia la memoria con juegos, pausas activas o movimiento. Esa es la propuesta de la neuroeducación: enseñar conociendo cómo aprende el cerebro. Esta disciplina combina avances de la neurociencia, la psicología y la pedagogía para mejorar las prácticas de enseñanza desde lo que hoy se sabe sobre el funcionamiento cerebral. No se trata de convertir el aula en un laboratorio, sino de tomar decisiones más informadas que ayuden a que los estudiantes aprendan con sentido, motivación y bienestar.
La neuroeducación nació a partir de preguntas concretas: ¿por qué recordamos algunas cosas y otras no? ¿por qué a veces perdemos la atención tan rápido? ¿cómo influye el estrés o el sueño en la capacidad de aprender? A partir de investigaciones científicas sobre el cerebro, se fueron descubriendo datos que hoy son valiosos para cualquier docente. Por ejemplo, que las emociones influyen directamente en la memoria, que el cerebro necesita pausas para consolidar lo aprendido, que se aprende mejor con imágenes, movimiento y diálogo, y que el aburrimiento sostenido puede bloquear los procesos de atención.
Aplicar neuroeducación en el aula no significa hacer grandes cambios ni seguir modas. Significa observar mejor, escuchar al grupo, adaptar propuestas, tener en cuenta cómo funcionan los procesos mentales y emocionales. Una de las primeras claves es el uso de la emoción como motor del aprendizaje. Cuando algo emociona, el cerebro lo retiene mejor. Por eso, las clases que despiertan interés, que conectan con la vida cotidiana o que permiten crear, suelen ser más recordadas que las que se basan solo en repetir.
El cerebro no aprende igual a la mañana que a la tarde, ni antes ni después de un recreo. También es importante saber que la atención sostenida dura entre 10 y 20 minutos. Después de ese tiempo, la mente comienza a divagar. Por eso, intercalar momentos breves de movimiento, juegos mentales, preguntas inesperadas o cambios de ritmo ayuda a “resetear” la atención. Las pausas activas no son pérdida de tiempo, son una inversión para que el cerebro recupere energía.
La memoria no se construye solo con repeticiones. También necesita comprensión, organización y conexión con conocimientos previos. Usar mapas conceptuales, esquemas visuales, palabras clave o relatos ayuda a que la información se fije. Además, el cerebro aprende mejor cuando puede “ver” lo que aprende. Por eso, incluir imágenes, gráficos, videos cortos o materiales concretos mejora la retención.
La neuroeducación también señala la importancia del error como parte del aprendizaje. Si el aula castiga el error, el cerebro entra en estado de alerta y reduce su capacidad de pensar con claridad. Pero si el error se toma como parte del proceso, como una oportunidad para revisar y corregir, entonces se convierte en motor. La retroalimentación debe ser clara, inmediata y constructiva. No alcanza con poner una nota: se necesita explicar qué estuvo bien, qué falta y cómo seguir.
El ambiente también importa. Las investigaciones muestran que el estrés bloquea zonas del cerebro asociadas al aprendizaje. Por eso, generar un clima de respeto, humor, calma y seguridad favorece que el conocimiento fluya. Un aula tensa, llena de gritos o donde se teme al ridículo, es un lugar donde el cerebro no puede aprender bien. No se trata de eliminar los desafíos, sino de presentar actividades que exijan sin generar ansiedad excesiva.
Otro aporte de la neuroeducación es la idea de que no todos aprenden de la misma manera ni al mismo ritmo. Hay cerebros que necesitan más apoyo visual, otros que se benefician del movimiento, algunos que aprenden hablando en grupo y otros que prefieren escribir en silencio. Observar estas diferencias y ofrecer distintas formas de abordar un tema permite incluir a más estudiantes sin forzar una única vía.
El sueño, la alimentación y la hidratación también influyen. Un estudiante que no duerme bien, que no desayuna o que está deshidratado tiene menor capacidad de concentración, procesamiento y memoria. Aunque estos factores no dependen solo de la escuela, se pueden trabajar con campañas, charlas, actividades integradas y acuerdos con las familias.
Incorporar principios de la neuroeducación no implica reemplazar programas ni descartar lo ya conocido. Implica ajustar, enriquecer, estar atentos a los descubrimientos actuales y aplicar lo que tenga sentido para cada grupo. Se trata de enseñar con conciencia del cerebro, con sensibilidad pedagógica y con estrategias que estén al alcance de cada docente.
Una clase con neuroeducación es una clase viva, donde se escucha, se experimenta, se juega, se reflexiona y se aprende desde la emoción. Es una forma de enseñar que no busca imponer, sino acompañar procesos reales, humanos y únicos. Porque entender cómo aprende el cerebro no es una moda: es una herramienta poderosa para transformar la experiencia escolar desde adentro.