Por: Maximiliano Catalisano
Cómo mejorar escuelas mexicanas sin grandes gastos
La brecha de infraestructura escolar en México ya no es un problema silencioso. Es una realidad que miles de familias viven cada día al ver a sus hijos estudiar en aulas que no cumplen con las condiciones mínimas para garantizar un aprendizaje seguro y constante. Techos que filtran agua cuando llueve, sanitarios que no funcionan, salones sin ventilación adecuada, falta de mobiliario, conexiones eléctricas inestables y espacios improvisados se han convertido en parte de la rutina de muchas escuelas públicas. Esta situación afecta a comunidades enteras y detiene el desarrollo de los estudiantes, especialmente en zonas rurales y en regiones de alta vulnerabilidad. Ante este panorama, crece la necesidad de revisar no solo las carencias materiales, sino también las consecuencias directas que genera esta realidad en la enseñanza, así como las alternativas que podrían aplicarse sin depender de presupuestos extraordinarios.
El deterioro de la infraestructura escolar se manifiesta de múltiples formas y en distintos niveles. Hay escuelas que aún operan en edificios construidos hace décadas sin mantenimiento preventivo, con instalaciones eléctricas obsoletas, paredes agrietadas y ventanas dañadas. En otros casos, la falta de agua potable o de sistemas adecuados de drenaje impide la higiene básica cotidiana. Esta precariedad influye en la asistencia, en la salud y en la seguridad de los estudiantes, especialmente en contextos donde las temperaturas son extremas y no existen mecanismos de ventilación o calefacción. Un aula sin condiciones mínimas puede transformar un día de clases en una experiencia incómoda, insalubre y riesgosa.
La falta de infraestructura también condiciona el tipo de prácticas pedagógicas que se pueden realizar. Un salón saturado, sin mobiliario adecuado o con iluminación deficiente limita la movilidad, la atención, el trabajo en equipo y el uso de recursos tecnológicos. La escuela pierde la posibilidad de convertirse en un espacio estimulante, y los docentes deben adaptar su planificación para ajustarse a las limitaciones físicas del edificio. Esto significa que, aun con disposición y creatividad, el entorno termina imponiéndose como un obstáculo permanente para desarrollar experiencias de aprendizaje más profundas y variadas.
Esta situación se agrava en zonas rurales, donde muchas escuelas operan en instalaciones temporales o en edificios comunitarios que no fueron diseñados para funcionar como centros educativos. En algunos casos, los docentes deben impartir clases en aulas multigrado donde conviven alumnos de distintos niveles en un mismo espacio, dificultando la organización pedagógica y la atención diferenciada. A eso se suma la falta de mantenimiento regular, la escasez de transporte escolar y las distancias que estudiantes y docentes deben recorrer para llegar a la escuela. La suma de estos factores contribuye a que las condiciones de enseñanza disten mucho de las necesarias para ofrecer una educación estable y motivadora.
Por otro lado, los efectos de esta brecha no se limitan al aprendizaje. También generan consecuencias emocionales en los estudiantes. Cuando una niña o un niño asiste a una escuela deteriorada, con baños en mal estado o con techos que parecen inseguros, recibe un mensaje implícito sobre el valor que la sociedad otorga a su futuro. Esa percepción impacta en la autoestima, en la motivación y en la construcción de expectativas a largo plazo. Una infraestructura descuidada transmite abandono, y ese abandono se traduce en desconfianza hacia las instituciones.
A pesar de este panorama, existen alternativas accesibles que pueden implementarse con recursos limitados y que podrían mejorar de manera significativa la vida escolar. Una de las estrategias más valiosas es la organización de brigadas comunitarias que realizan mantenimiento básico en las escuelas. En diversas regiones del país, vecinos, familias y organizaciones civiles se han articulado para reparar sanitarios, pintar aulas, rehabilitar patios o limpiar áreas exteriores. Estas iniciativas no sustituyen la responsabilidad del Estado, pero sí demuestran que es posible avanzar mientras se gestionan soluciones estructurales más amplias.
Otro camino viable es el fortalecimiento de programas de mantenimiento preventivo que permitan detectar problemas antes de que se conviertan en reparaciones mayores. Una fuga de agua, una conexión eléctrica defectuosa o una filtración en el techo suelen escalar rápidamente cuando no se atienden a tiempo. Diseñar mecanismos simples para reportar y atender fallas puede evitar daños mayores y reducir costos futuros. La prevención, en muchos casos, es la medida más económica y la que más impacto genera.
También es posible trabajar con alianzas estratégicas que no requieren grandes inversiones. Algunas empresas locales, talleres de oficio, organizaciones sociales y universidades han colaborado con escuelas para realizar mejoras puntuales, donar materiales o brindar apoyo técnico. Estas alianzas, bien coordinadas, permiten resolver necesidades específicas sin sobrecargar el presupuesto escolar ni depender únicamente de financiamiento gubernamental. Además, fomentan vínculos positivos entre la comunidad y la institución educativa.
El uso inteligente de los espacios es otra alternativa. En escuelas donde no es posible realizar obras de gran escala, la reorganización de los salones, la redistribución del mobiliario, la incorporación de divisores livianos o la adecuación de áreas exteriores pueden mejorar la dinámica del aprendizaje. En ocasiones, pequeños cambios generan ambientes más seguros, ordenados y funcionales. Estas estrategias requieren creatividad y planificación más que grandes inversiones.
Sin embargo, cualquier solución debe partir de un diagnóstico claro y actualizado. No todas las escuelas presentan las mismas necesidades: algunas requieren refuerzos estructurales, otras necesitan sanitarios nuevos y otras, mejoras eléctricas o ventilación. Contar con información precisa permite planificar de manera más ordenada y destinar los recursos a los aspectos más urgentes. La falta de datos actualizados ha sido uno de los principales obstáculos para atender el problema a nivel nacional.
La brecha de infraestructura escolar no es simplemente un tema de edificios. Es una cuestión que atraviesa la calidad de vida, la salud, la seguridad y las oportunidades de crecimiento de estudiantes y docentes. Resolverla implica asumir que la infraestructura es parte esencial del proceso educativo y no un elemento secundario. Pero también requiere reconocer que existen alternativas posibles incluso en contextos de restricción económica. Si México logra articular iniciativas comunitarias, programas de mantenimiento sostenido, alianzas locales y una gestión más ordenada de los recursos, podría avanzar hacia un modelo escolar más digno sin depender de grandes inversiones iniciales.
La transformación comienza por comprender que cada mejora, incluso la más pequeña, tiene un impacto directo en el aprendizaje. Pintar un aula, reparar un baño, instalar ventilación o iluminar un salón puede cambiar la experiencia diaria de un estudiante y reforzar la idea de que su educación importa. Reconstruir la confianza en la escuela es parte del camino para construir un futuro más sólido, donde las condiciones materiales acompañen el desarrollo académico y humano de quienes asisten todos los días con la esperanza de aprender.
