Por: Maximiliano Catalisano
En toda comunidad escolar los acuerdos cumplen un papel fundamental: organizan la vida cotidiana, establecen reglas claras de convivencia y marcan el rumbo de la enseñanza. Sin embargo, muchas veces surge una dificultad que genera tensiones y frena avances: los padres que no acompañan esos acuerdos. Cuando la familia no refuerza en casa lo que la escuela propone, se abre una grieta que afecta tanto al estudiante como a la relación entre docentes y comunidad. Comprender qué pasa en estos casos, por qué ocurre y cómo se puede trabajar para revertirlo es clave para sostener una dinámica escolar sana y coherente.
Cuando los padres no acompañan los acuerdos, los estudiantes reciben mensajes contradictorios. En la escuela se les pide responsabilidad, cumplimiento de normas o respeto por determinados valores, mientras que en casa pueden escuchar lo contrario o incluso recibir la aprobación para saltarse esas reglas. Esto genera confusión y debilita el sentido de la norma: si en un lugar se exige algo y en otro se relativiza, ¿qué camino elige un niño o adolescente? Generalmente el que implica menor esfuerzo, lo cual termina dificultando la tarea de enseñanza y convivencia.
Otro efecto es la pérdida de autoridad del docente. Cuando un padre o madre justifica conductas inadecuadas, minimiza una falta o desautoriza una decisión escolar, el estudiante percibe que lo que sucede en el aula no tiene verdadero peso. Esto se traduce en desobediencia, desmotivación y falta de respeto hacia las reglas compartidas. No se trata de imponer una visión unilateral, sino de comprender que la coherencia entre escuela y familia es el sostén que le da sentido a cualquier acuerdo.
Las razones por las que los padres no acompañan los acuerdos son diversas. A veces se debe a la falta de tiempo o a la dificultad para involucrarse en la vida escolar. En otros casos hay desconocimiento, porque no leen las comunicaciones o no comprenden la importancia de determinadas normas. También influyen factores culturales, estilos de crianza distintos o experiencias personales previas con la escuela. Incluso puede haber una postura de oposición deliberada hacia la institución, como forma de marcar distancia o de cuestionar su autoridad.
Más allá de las causas, las consecuencias suelen ser similares: estudiantes que no internalizan valores de convivencia, que aprenden a negociar constantemente las reglas y que crecen con la idea de que siempre hay un “atajo” para evitar responsabilidades. Esto repercute no solo en su trayectoria escolar, sino también en su futura vida social y laboral, donde las normas y acuerdos son parte esencial de cualquier grupo humano.
Frente a este panorama, el desafío para la escuela es trabajar en la construcción de un vínculo más sólido con las familias. La comunicación clara es uno de los primeros pasos. No basta con enviar notas en la mochila: es necesario generar espacios de diálogo donde los padres comprendan por qué se establecen ciertos acuerdos y qué beneficios tienen para sus hijos. Cuando se percibe la norma como algo arbitrario, es más fácil que se la desestime. En cambio, si se entiende como parte de un proyecto formativo, se incrementa la posibilidad de adhesión.
Otro punto importante es promover la participación. Los padres que son convocados a opinar, sugerir y construir junto con la escuela suelen comprometerse más con los acuerdos que surgen de manera colectiva. El sentimiento de pertenencia genera responsabilidad: si la familia siente que fue parte del proceso de elaboración de las reglas, es menos probable que las contradiga luego.
Sin embargo, también hay que reconocer que no siempre será posible alcanzar un consenso total. En esos casos la institución debe sostener con firmeza los acuerdos, mostrando coherencia y continuidad en su aplicación. Ceder constantemente ante la presión de algunos padres solo refuerza la idea de que las normas son negociables y debilita la autoridad institucional. Mantener una postura clara, respetuosa pero firme, es un mensaje pedagógico en sí mismo.
Los docentes, por su parte, necesitan respaldo. Cuando se encuentran solos frente a la falta de acompañamiento familiar, sienten que su tarea pierde sentido. El trabajo en equipo dentro de la institución es fundamental: directivos, preceptores, asesores y todo el personal deben transmitir un mismo mensaje para no dejar grietas que el estudiante pueda aprovechar. La fortaleza institucional surge de la unidad.
También es importante destacar lo positivo. Muchas veces se pone el foco únicamente en los padres que no acompañan, pero existen familias que sí lo hacen de manera comprometida y constante. Reconocer ese esfuerzo, valorarlo públicamente y mostrar sus efectos positivos puede convertirse en un motor de inspiración para otros. La visibilización de los buenos ejemplos es tan poderosa como la corrección de los negativos.
Cuando los padres no acompañan los acuerdos, el aprendizaje de los estudiantes se ve afectado en más de un sentido. No solo se resiente la disciplina o la organización escolar, sino que se pierde la oportunidad de transmitir valores duraderos. La tarea de la escuela no termina en la puerta del aula: necesita eco en el hogar. La clave está en seguir construyendo puentes, en abrir espacios de encuentro y en sostener la coherencia institucional como un faro que oriente tanto a los alumnos como a sus familias. El desafío es grande, pero el resultado vale la pena: una comunidad educativa donde las palabras y las acciones vayan en la misma dirección.