Por: Maximiliano Catalisano
Nada interrumpe más la dinámica de una clase que el momento en el que la tecnología falla. La pantalla no enciende, la conexión a internet se corta, el proyector se apaga o la plataforma en la que se apoyaba toda la planificación decide no funcionar justo cuando más se la necesita. En esos segundos de silencio incómodo, tanto el docente como los estudiantes quedan suspendidos en una especie de pausa que puede generar frustración, risa nerviosa o hasta enojo. Sin embargo, esos imprevistos también pueden transformarse en oportunidades de aprendizaje si se los aborda de la manera adecuada.
La dependencia de la tecnología en la escuela actual
Hoy las clases se apoyan fuertemente en recursos digitales. Desde presentaciones interactivas hasta videos o simulaciones en línea, la tecnología ofrece herramientas que facilitan explicar, ejemplificar y motivar. El problema surge cuando esa dependencia se convierte en una certeza de que nada puede funcionar sin ella. Allí aparece el riesgo: si la tecnología se detiene, todo parece detenerse con ella.
La realidad demuestra que ningún sistema tecnológico es infalible. Conexiones inestables, dispositivos desactualizados o simples errores técnicos son parte del día a día en cualquier institución. El desafío es cómo seguir enseñando cuando aquello que parecía indispensable deja de estar disponible.
El impacto en los estudiantes
Cuando la tecnología falla en plena clase, los alumnos reaccionan de distintas formas. Algunos sienten alivio, porque perciben que el ritmo se detiene y encuentran un respiro inesperado. Otros, en cambio, se inquietan porque sienten que perderán un contenido importante o que la actividad no se podrá completar.
Lo más relevante es que esta situación pone en evidencia la importancia de enseñar también a manejar la frustración y la incertidumbre. Los estudiantes aprenden que el mundo no siempre responde como se espera y que saber adaptarse forma parte de cualquier proceso de formación.
Cómo puede reaccionar el docente
El rol del docente en esos momentos es clave. Una primera reacción de enojo o desesperación puede contagiar malestar al grupo y bloquear toda posibilidad de continuidad. En cambio, si se toma la situación con calma y hasta con un poco de humor, el clima del aula cambia por completo.
Muchos profesores optan por tener un “plan B” preparado: actividades que no dependan de la tecnología y que permitan continuar con la clase aunque de manera diferente. Una simple hoja, una pregunta disparadora o un trabajo en grupos pequeños puede sostener la dinámica y evitar que el tiempo se pierda.
Improvisar como recurso pedagógico
La falla tecnológica puede transformarse en un recurso inesperado para enseñar a improvisar. A veces, lo que parecía una pérdida se convierte en una oportunidad para trabajar con lo que hay a mano. Si se corta internet y no se puede mostrar un video, el docente puede invitar a los alumnos a imaginar cómo sería, a describir lo que creen que iba a aparecer o a buscar ejemplos similares en sus propias experiencias.
La improvisación no solo salva la clase, también muestra a los estudiantes que el conocimiento no depende exclusivamente de un dispositivo, sino de la capacidad de pensar, debatir y crear con los recursos disponibles.
Una oportunidad para reflexionar sobre la tecnología
Los momentos en que la tecnología falla también permiten abrir un debate sobre cuánto se la necesita y de qué manera conviene usarla. ¿Estamos dependiendo demasiado de ella? ¿Qué pasa si mañana no funciona la conexión en toda la escuela? Estas preguntas invitan a pensar en el equilibrio entre lo digital y lo analógico, y en cómo combinar ambos mundos para que uno complemente al otro sin reemplazarlo por completo.
Además, estas experiencias enseñan a valorar las competencias que no dependen de las máquinas: la comunicación oral, la escritura, la creatividad y la colaboración entre pares. Cuando la pantalla se apaga, lo que queda es el vínculo humano.
El aprendizaje oculto de los imprevistos
Cada vez que la tecnología falla y la clase logra salir adelante, los estudiantes se llevan un aprendizaje extra. Descubren que la enseñanza no está atada a una herramienta puntual y que lo importante es la capacidad de continuar, aun cuando las condiciones no son perfectas.
El docente, por su parte, también fortalece su capacidad de adaptación y flexibilidad. En un mundo donde lo inesperado aparece en cualquier momento, estos episodios terminan enseñando tanto como el propio contenido planificado.
Cuando la tecnología falla en medio de la clase, la primera sensación puede ser de desconcierto. Sin embargo, esos minutos pueden transformarse en una poderosa lección sobre la importancia de la resiliencia, la improvisación y la creatividad. Más allá de los recursos digitales, lo que sostiene el acto educativo es la interacción humana y la capacidad de seguir adelante con lo que se tiene. En definitiva, lo que parece un obstáculo puede convertirse en una experiencia que recuerde a todos que enseñar y aprender va mucho más allá de una pantalla.