Por: Maximiliano Catalisano

En toda escuela las reglas parecen claras y están escritas para ordenar la convivencia, garantizar un ambiente de respeto y marcar los límites necesarios para que el aprendizaje se dé de la mejor manera posible. Sin embargo, la realidad muestra que esas reglas no siempre se cumplen del mismo modo: a veces son respetadas con rigurosidad y otras veces se vuelven flexibles o incluso se ignoran. Esa irregularidad genera dudas, malestar y un clima de incertidumbre tanto en estudiantes como en docentes. La pregunta que surge entonces es inevitable: ¿qué hacer cuando las reglas se cumplen solo a veces? Entender cómo manejar esa situación es clave para sostener la confianza, la coherencia y el sentido de pertenencia en la vida escolar.

Las reglas en una institución educativa no existen únicamente para prohibir, sino para orientar. Son acuerdos que regulan cómo convivir, cómo respetar al otro y cómo cuidar los espacios compartidos. Cuando se aplican de manera intermitente, se rompe ese acuerdo tácito y los alumnos perciben que el cumplimiento depende más de la circunstancia o de la persona que de la norma en sí misma. Este escenario puede llevar a que se relativice la importancia de las reglas y a que se debilite la autoridad de quienes deben garantizar su cumplimiento.

La importancia de la coherencia en la aplicación de las reglas

La coherencia es uno de los factores más determinantes en la vida escolar. Los estudiantes, atentos observadores, detectan rápidamente si las reglas se aplican siempre o si varían según la situación. Cuando perciben diferencias, sienten que el sistema es injusto o arbitrario. Esto no solo afecta la convivencia, también influye en la motivación, porque los alumnos dejan de reconocer valor en normas que parecen funcionar a conveniencia.

Un ejemplo claro se da en cuestiones cotidianas como el uso del celular en clase. Si un grupo de docentes lo prohíbe estrictamente y otro lo permite, el resultado es confusión y descontento. Lo mismo ocurre con la puntualidad, el respeto por los uniformes o las sanciones frente a determinadas faltas. La falta de unidad en la aplicación de estas reglas debilita la función educativa de la norma y genera discusiones innecesarias.

Reglas flexibles, pero no arbitrarias

Esto no significa que todas las reglas deban aplicarse con rigidez absoluta. Existen situaciones excepcionales que requieren flexibilidad y empatía. La clave está en que esas excepciones se comuniquen de manera clara, para que los estudiantes comprendan que no se trata de favoritismos ni de caprichos, sino de decisiones fundamentadas. Un alumno que llega tarde porque tuvo un problema familiar, por ejemplo, no debe recibir el mismo trato que quien lo hace por desinterés. La diferencia está en explicar por qué en un caso se toma una medida distinta, lo que permite sostener la coherencia sin caer en el automatismo.

La flexibilidad entendida como capacidad de adaptarse a las circunstancias enriquece la enseñanza y humaniza la relación con los estudiantes, siempre que no se confunda con arbitrariedad. Lo arbitrario es lo que mina la confianza, porque transmite el mensaje de que todo depende del humor o la voluntad del adulto que aplica la regla.

La comunicación como herramienta para sostener las normas

Cuando las reglas parecen cumplirse solo a veces, la comunicación se vuelve indispensable. Hablar abiertamente sobre el sentido de las normas, explicar por qué se aplican de una manera u otra y escuchar lo que los estudiantes piensan al respecto contribuye a darles legitimidad. Una norma entendida y compartida tiene más probabilidades de ser cumplida que una impuesta sin explicación.

Los espacios de diálogo en las aulas, las reuniones de curso o las instancias de reflexión institucional permiten revisar el funcionamiento de las reglas y ajustar lo que sea necesario. Además, este proceso involucra a los estudiantes en la construcción de la convivencia, haciéndolos sentir parte de un acuerdo común y no simples receptores de imposiciones.

El papel de los docentes y directivos

Para que las reglas no se cumplan solo a veces es imprescindible que docentes y directivos mantengan una línea de acción conjunta. Las contradicciones internas son las que más dañan la credibilidad de las normas. Si un alumno recibe mensajes diferentes según con quién hable, la norma pierde fuerza. Por eso, resulta necesario que los equipos de conducción escolar generen acuerdos claros, comuniquen criterios compartidos y acompañen a los docentes para que puedan sostenerlos en su práctica diaria.

Esto no implica uniformidad absoluta, sino consenso en lo fundamental. Cada docente puede tener su estilo personal, pero hay aspectos básicos de la convivencia escolar que necesitan un marco común para que la institución funcione como un espacio coherente.

Hacia un aprendizaje real de la convivencia

El objetivo de las reglas no es imponer obediencia ciega, sino educar en la convivencia y formar ciudadanos capaces de respetar acuerdos sociales. Cuando las reglas se cumplen solo a veces, se pierde esa dimensión educativa, porque los estudiantes aprenden que las normas no son serias ni confiables. En cambio, cuando se aplican con coherencia y claridad, incluso con la flexibilidad necesaria en casos excepcionales, se convierten en verdaderas herramientas de aprendizaje para la vida.

El desafío, entonces, no es solo redactar reglas justas, sino también garantizar que su cumplimiento no quede librado al azar. Esto exige coherencia, comunicación y un trabajo en equipo dentro de la escuela. Solo de esa manera las reglas dejarán de ser papel escrito y pasarán a ser prácticas vivas que construyen un clima escolar más claro, respetuoso y formativo.