Por: Maximiliano Catalisano

A veces todo parece listo para que el día escolar funcione como un reloj, pero basta con que un imprevisto altere el plan para que la jornada se convierta en una sucesión de contratiempos. Un acto que se retrasa, un corte de luz, la ausencia de varios docentes, una actividad que no sale como estaba prevista o un grupo de estudiantes que no responde como se esperaba. Estos días, que a simple vista podrían considerarse “perdidos”, guardan un valor oculto: pueden ser una fuente inesperada de aprendizajes profundos, tanto para alumnos como para docentes. El desafío está en reconocerlos y convertirlos en oportunidades.

En el ámbito escolar existe una tendencia natural a medir el éxito de una jornada en función de lo que se logra según el plan previsto. Si el cronograma se cumple, la sensación es de tarea cumplida; si no, la percepción general puede ser de frustración. Sin embargo, la educación no siempre avanza por caminos lineales y, en muchas ocasiones, las experiencias más formativas surgen precisamente de aquello que se sale de control. Las jornadas fallidas nos invitan a desarrollar habilidades que no se encuentran en los manuales ni en las planificaciones detalladas, pero que son esenciales para la vida.

Uno de los aprendizajes más valiosos que deja una jornada así es la capacidad de adaptación. Cuando lo previsto se desmorona, la escuela se transforma en un laboratorio donde todos, desde la dirección hasta los alumnos, deben reorganizarse. Esto fomenta la flexibilidad mental y la creatividad, porque obliga a buscar soluciones rápidas, ajustar actividades y, en muchos casos, improvisar recursos. Por ejemplo, un día sin acceso a tecnología puede dar lugar a dinámicas de trabajo colaborativo que normalmente no se practican, o a ejercicios que fomenten la comunicación cara a cara.

Otro aspecto importante es la tolerancia a la frustración. Tanto docentes como estudiantes están expuestos a que sus expectativas no se cumplan. Aprender a gestionar esa sensación sin que se convierta en enojo o desmotivación es clave para la vida adulta. La escuela puede ser un escenario seguro para practicar esta habilidad, siempre que los adultos a cargo acompañen con una mirada constructiva, transmitiendo que los contratiempos son parte natural de cualquier proceso.

Además, estas jornadas son una oportunidad para reforzar valores como la solidaridad y la cooperación. Cuando surgen problemas, la solución rara vez está en una sola persona; la respuesta más efectiva suele llegar del trabajo en equipo. Un grupo que reorganiza el aula para realizar una actividad alternativa o un docente que decide compartir recursos con otro que los necesita más en ese momento está enseñando, sin planearlo, una lección sobre comunidad y apoyo mutuo.

Las jornadas fallidas también pueden generar espacios de reflexión sobre la importancia de la planificación y la prevención. Después de un día complicado, es habitual que los equipos docentes revisen qué se podría haber hecho diferente o qué medidas pueden tomarse para que el impacto de un imprevisto sea menor en el futuro. Este ejercicio no solo mejora la organización escolar, sino que transmite a los alumnos la idea de que cada error o dificultad es una oportunidad para aprender y mejorar.

En el plano pedagógico, una jornada fallida puede dar lugar a aprendizajes no formales, esos que no están escritos en los cuadernos, pero quedan grabados en la experiencia. La paciencia, la capacidad de escuchar, la empatía con quienes también están lidiando con el imprevisto o la iniciativa para proponer soluciones son competencias que se desarrollan de forma natural cuando el guion se rompe.

Por supuesto, no todas las jornadas que se desvían del plan resultan positivas. El beneficio depende en gran medida de la actitud con que se afronten. Si la comunidad escolar ve la situación únicamente como un fracaso, es probable que se pierda la oportunidad de extraer un aprendizaje. En cambio, si se adopta una mirada abierta y reflexiva, cada contratiempo se convierte en una lección práctica sobre la vida real, donde rara vez todo sale como se esperaba.

El rol del docente en estos momentos es determinante. Más que en cualquier otra circunstancia, se convierte en un referente que modela cómo reaccionar ante lo inesperado. Si transmite calma, busca alternativas y muestra disposición a seguir adelante, está enseñando más con su ejemplo que con cualquier contenido teórico. Y cuando esa actitud se combina con el involucramiento de los estudiantes, el resultado es una experiencia compartida que fortalece los vínculos dentro del aula.

Las jornadas escolares fallidas son inevitables. Ninguna planificación, por más detallada que sea, está exenta de encontrarse con la realidad cambiante de la vida escolar. Lo importante es entender que estos días no son tiempo perdido, sino un terreno fértil para aprendizajes que no se olvidan. Enseñan a adaptarse, a trabajar en equipo, a mantener la calma bajo presión y a encontrar soluciones creativas donde parecía no haber salida. Y quizás, con el tiempo, se conviertan en esas anécdotas que todos recuerdan con una sonrisa, porque marcaron un antes y un después en la forma de enfrentar lo desconocido.