Por: Maximiliano Catalisano

Cuando se habla de escuela, muchas veces se piensa en lo inmediato: aprobar un examen, rendir una materia, cumplir con la asistencia. Pero detrás de todo eso hay una pregunta mucho más profunda, que atraviesa a toda la comunidad educativa y que debería ser parte de cada planificación, de cada decisión, de cada espacio escolar: ¿qué tipo de adultos necesita formar hoy la escuela? No es una pregunta menor. Define cómo se enseña, qué se valora, cómo se acompaña a los estudiantes y qué lugar se le da al futuro en el presente. No se trata de moldear a las personas ni de imponer modelos únicos, sino de ofrecer experiencias que permitan desarrollar pensamientos propios, emociones claras, vínculos sanos y una mirada crítica del mundo que habitamos. Formar adultos no es preparar obreros sumisos ni consumidores hábiles, sino personas que puedan tomar decisiones con responsabilidad, convivir con otros y adaptarse sin perder su identidad. La escuela, entonces, no solo enseña contenidos, también deja huellas.

Adultos que piensen por sí mismos

La sociedad actual demanda personas que puedan analizar, argumentar, revisar información, expresar desacuerdos sin agredir y sostener ideas sin encerrarse en una única verdad. Para eso, la escuela tiene que dar espacio al pensamiento. No solo repetir fórmulas o responder consignas, sino invitar a preguntarse, a investigar, a dudar. La capacidad de pensar por cuenta propia no nace de la nada: se entrena. Y la escuela, si se lo propone, puede ser el mejor lugar para eso.

Hoy más que nunca se necesitan adultos que puedan diferenciar lo verdadero de lo falso, lo justo de lo conveniente, lo urgente de lo importante. Personas que no solo acumulen datos, sino que sepan qué hacer con ellos. La escuela que forma adultos así no teme a la discusión ni al error. Sabe que la libertad se aprende cuando se ejercita desde pequeños.

Adultos que convivan con otros

La formación no puede limitarse a lo individual. El mundo necesita personas capaces de convivir en la diferencia, de escuchar otras voces, de trabajar en grupo sin aplastar ni desaparecer. Eso también se aprende. Se aprende en los recreos, en los proyectos compartidos, en los conflictos que se resuelven con diálogo. La escuela forma adultos en cada gesto cotidiano. Cuando se valora la cooperación por sobre la competencia, cuando se prioriza el respeto sobre la obediencia ciega, cuando se enseña que las normas no son castigos sino acuerdos, se está formando a alguien que podrá vivir con otros sin necesidad de imponerse.

No se trata de eliminar las diferencias, sino de habitarlas sin violencia. De entender que el otro no es enemigo ni obstáculo, sino parte de la misma experiencia compartida. Y eso no siempre se enseña con palabras. Muchas veces, lo que más marca es el ejemplo: cómo se habla, cómo se escucha, cómo se resuelve un desacuerdo.

Adultos con sensibilidad social

Una escuela que mira al futuro no puede formar adultos indiferentes. No alcanza con enseñar historia o geografía si no se conectan con lo que pasa fuera del aula. Los estudiantes necesitan entender el mundo que los rodea: las desigualdades, las urgencias ambientales, las migraciones, los movimientos sociales, las nuevas formas de trabajo. La sensibilidad no se enseña desde el discurso, sino desde la vivencia. Por eso, es fundamental que la escuela abra espacios donde se pueda hablar del presente, participar en acciones concretas, involucrarse en causas que importan.

Formar adultos comprometidos no es pedir militancia, es proponer preguntas. ¿Qué mundo queremos? ¿Qué podemos hacer desde nuestro lugar? ¿Qué responsabilidad nos toca asumir, incluso cuando somos jóvenes? Cuando esas preguntas encuentran lugar en la escuela, aparece otra forma de aprender.

Adultos con herramientas emocionales

Durante mucho tiempo se pensó que las emociones quedaban fuera del aula. Que no era tema de la escuela. Hoy eso ya no se sostiene. La salud emocional, la capacidad de expresarse, de reconocer lo que se siente, de pedir ayuda, de sostener al otro, de poner límites sin lastimar, son parte central de la formación. No se puede esperar que alguien afronte la vida adulta sin haber aprendido a registrar y manejar lo que le pasa.

Los adultos que el mundo necesita no son máquinas de rendimiento, son personas con humanidad. Y esa humanidad también se construye en la escuela, en los vínculos que se establecen, en el trato cotidiano, en el modo en que se nombra lo que duele o lo que incomoda. Enseñar con palabras, pero también con afecto. Enseñar con proyectos, pero también con escucha.

Adultos con capacidad de adaptación

El futuro cambia a una velocidad cada vez mayor. Muchos de los trabajos que tendrán los actuales estudiantes aún no existen. Por eso, más que preparar para un oficio concreto, la escuela debe ayudar a desarrollar capacidades que sirvan en diferentes contextos. Resolver problemas, comunicarse bien, usar la tecnología con criterio, adaptarse a nuevas situaciones, aprender de manera continua. Todo eso es parte de la formación.

Adaptarse no es resignarse. Es estar preparado para transformar, para buscar caminos nuevos, para sostenerse en lo importante y cambiar lo necesario. La escuela puede acompañar esos procesos si se anima a salir de sus propios moldes, si escucha lo que está pasando afuera y lo trae al aula sin miedo.

Una escuela que piense a largo plazo

En tiempos donde lo inmediato domina, donde todo se mide en resultados rápidos, la escuela tiene la posibilidad de pensar a largo plazo. De mirar a cada estudiante no solo como lo que es hoy, sino como lo que puede llegar a ser. Esa mirada transforma. No se trata de proyectar expectativas rígidas ni de querer formar adultos perfectos, sino de ofrecer herramientas para que cada quien pueda construir su camino con libertad, con conciencia, con responsabilidad.

Formar adultos implica confiar en el proceso. Acompañar sin invadir. Guiar sin anular. Enseñar sin imponer. Y recordar siempre que la escuela no tiene todas las respuestas, pero sí puede generar preguntas que duren toda la vida.