Por: Maximiliano Catalisano
En cada escuela existen reglas que parecen intocables, que se cumplen casi sin pensar y que pocas veces se cuestionan. Están ahí desde hace años, tal vez décadas, formando parte del paisaje educativo como si fueran paredes o pizarrones. Sin embargo, lo que se asume como incuestionable no siempre es lo más adecuado para los tiempos actuales ni para las necesidades reales de los estudiantes. Preguntarse por estas normas “invisibles” no significa romper con todo, sino abrir un espacio para reflexionar si siguen cumpliendo el propósito con el que fueron creadas o si, por el contrario, se han transformado en obstáculos silenciosos que afectan la dinámica escolar.
Las reglas no escritas o incuestionadas se sostienen por costumbre, tradición o miedo al cambio. Muchas nacieron como respuesta a problemas de otra época: horarios rígidos que hoy no se justifican, modos de evaluación pensados para aulas del siglo pasado o prácticas de disciplina que ignoran nuevos enfoques pedagógicos. La rutina las hace parecer naturales, pero un examen más atento puede revelar que no responden a las realidades de una escuela contemporánea, donde el aprendizaje demanda flexibilidad, escucha y adaptación.
Revisar las reglas que nadie discute es también una oportunidad para dar voz a quienes conviven diariamente con ellas: estudiantes, docentes, personal administrativo y familias. Las normas más efectivas suelen ser las que se construyen con participación, porque así se entiende mejor su sentido y se genera un compromiso genuino con su cumplimiento. Cuando las reglas se imponen sin diálogo, el riesgo es que se cumplan por obligación y no por convicción, lo que a largo plazo debilita el clima escolar.
En muchos casos, el problema no está en la regla en sí, sino en cómo se aplica. Por ejemplo, una norma de puntualidad puede ser razonable, pero si no contempla situaciones reales de transporte, responsabilidades familiares o cuestiones de salud, termina castigando de manera injusta a quienes enfrentan condiciones adversas. Revisar estos detalles permite conservar la intención de la norma, pero adecuarla para que sea más justa y coherente con la vida de la comunidad educativa.
Cuestionar lo establecido no es sinónimo de desorden. Por el contrario, permite ordenar mejor. Es un ejercicio de salud institucional que impide que la escuela se estanque en prácticas que ya no funcionan. Cada cambio debe evaluarse con cuidado, pero también con la valentía de reconocer que el simple hecho de que algo se haya hecho siempre de la misma manera no es una garantía de que sea lo mejor.
En este sentido, conviene revisar no solo las reglas escritas, sino también las normas culturales de la escuela: qué se espera de un “buen alumno”, cómo se define la participación en clase, de qué manera se organiza la comunicación con las familias o qué rituales se consideran indispensables. Muchas veces, esos patrones transmiten mensajes ocultos sobre jerarquías, prioridades y formas de relación que podrían ajustarse para favorecer un ambiente más humano y respetuoso.
El momento para hacerlo puede surgir a partir de un conflicto, pero también puede ser una iniciativa planificada. Una jornada institucional, una reunión de equipo o una encuesta anónima a la comunidad escolar pueden ser disparadores para abrir este debate. Lo importante es que el proceso se haga con apertura y sin miedo a las críticas, porque de esa franqueza nace la posibilidad de construir normas más claras, más útiles y más conectadas con la realidad.
Las escuelas que se animan a revisar sus reglas invisibles suelen descubrir que no todas necesitan cambiarse: algunas se refuerzan porque cumplen un papel valioso, otras se modifican para ser más realistas y unas pocas se eliminan porque ya no tienen sentido. Lo que queda como saldo es una comunidad más consciente de sus acuerdos y más dispuesta a cumplirlos, porque los reconoce como propios y no como imposiciones heredadas.
En definitiva, revisar las reglas que nadie discute es un acto de cuidado hacia la escuela. Es decirle a la comunidad educativa: “Queremos que las normas tengan sentido para todos y que estén vivas, no que sean simples reliquias del pasado”. Es una invitación a pensar, conversar y decidir juntos cómo queremos convivir y aprender, para que las paredes de la escuela no solo sostengan el edificio, sino también relaciones y aprendizajes sólidos.