Por: Maximiliano Catalisano

Hay días en los que el cuerpo pesa más, en los que el timbre de entrada no suena a bienvenida y en los que la rutina escolar parece perder todo sentido. No se trata de un problema individual ni de una apatía pasajera. El fastidio escolar, esa sensación de molestia persistente frente a todo lo que rodea el hecho de ir a la escuela, se ha instalado como un fenómeno que atraviesa a estudiantes, docentes y familias. No aparece de golpe, pero se vuelve visible en gestos, en silencios, en desgano. Entenderlo no es simple, pero ignorarlo puede dejar marcas profundas. ¿Cómo se construye ese malestar? ¿Qué puede hacer la escuela para transformarlo? ¿Cómo se acompaña cuando la desmotivación gana lugar y el sentido se difumina?

Una escuela que deja de emocionar

El fastidio escolar muchas veces es una respuesta a la rutina vacía, a los contenidos desconectados de la realidad o a las relaciones frías que se van estableciendo entre los distintos actores educativos. Cuando la escuela deja de emocionar, de sorprender, de convocar, aparece el cansancio emocional. Lo que debería ser una experiencia formativa y enriquecedora se vuelve un camino monótono, donde lo que se enseña no interpela ni invita a la curiosidad.

Los chicos y chicas expresan ese fastidio de distintas maneras: con apatía, con desafíos constantes, con desgano, con un cuerpo que se arrastra hasta la puerta del aula. También con síntomas físicos, con malestares difusos, con actitudes que se tildan de “falta de compromiso”. Sin embargo, detrás de ese comportamiento suele haber un mensaje claro: no se sienten involucrados, no encuentran sentido, no están pudiendo conectar.

El rol de los vínculos

Una escuela que apuesta por los vínculos genuinos es una escuela que puede empezar a desarmar ese fastidio. Porque nadie se aburre donde se siente mirado, escuchado y tenido en cuenta. El fenómeno no se revierte únicamente con actividades más lúdicas o propuestas innovadoras, sino con tiempo de escucha real, con adultos presentes que sostienen, preguntan, cuidan y contienen. El fastidio se amplifica cuando no hay lugar para el diálogo o cuando las normas se aplican sin contexto.

Las relaciones humanas siguen siendo el corazón de la experiencia escolar. Y cuando ese corazón late con distancia o desconfianza, es esperable que el resto del cuerpo educativo se resienta. La escuela que se anima a detenerse, a mirar lo que incomoda, a habilitar la palabra sobre el desinterés, empieza a dar un paso fundamental hacia el cambio.

Cuando el cansancio no se nombra

También hay fastidios que provienen del cansancio acumulado. Las jornadas largas, los ritmos acelerados, la presión por cumplir con contenidos, las expectativas de rendimiento, van erosionando el deseo de estar en la escuela. Si a eso se suman problemáticas personales, dificultades sociales, escaso acompañamiento emocional y poco espacio para el juego o el arte, el escenario se vuelve denso. La escuela, entonces, se convierte en un lugar donde hay que resistir más que habitar.

Poder frenar, observar y ajustar los tiempos escolares, habilitar espacios de expresión más allá del rendimiento académico, replantear prácticas que producen desconexión, son algunas de las decisiones que permiten recuperar el pulso vital del día a día escolar. No todo se soluciona con un recreo más largo o una clase divertida, pero abrir el juego ya cambia el clima.

El fastidio como síntoma

No hay que tenerle miedo al fastidio. Es un síntoma, una señal, una alerta. Si lo escuchamos sin juzgar, puede convertirse en punto de partida para revisar prácticas y construir nuevas formas de enseñar y de convivir. El fastidio interpela también a los adultos, que muchas veces lo sienten, pero no lo expresan: docentes cansados, sobrecargados, atravesados por sus propias frustraciones. Y si quienes enseñan ya no disfrutan lo que hacen, difícilmente puedan generar entusiasmo en otros.

Hablar del fastidio sin culpabilizar, sin reducirlo a un problema de conducta, permite humanizar la experiencia escolar. No todos los días van a ser emocionantes ni todas las clases van a ser perfectas, pero si logramos que la escuela no duela, ya estamos avanzando.

Darle lugar al deseo

Frente al fastidio escolar, el deseo sigue siendo una herramienta potente. El deseo de encontrarse, de aprender algo nuevo, de superarse, de ser parte. Cultivar ese deseo no es tarea sencilla, pero tampoco imposible. Implica revisar qué se enseña y cómo se enseña, cómo se evalúa, qué espacios se habilitan para la creatividad, qué voz tienen los estudiantes, cómo se acompaña a quienes están desmotivados.

Recuperar el deseo en la escuela es animarse a probar, a equivocarse, a escuchar otras propuestas, a renovar el vínculo con la enseñanza. No como receta, sino como búsqueda colectiva. Porque si algo puede transformar el fastidio es volver a poner en juego el sentido.