Por: Maximiliano Catalisano
Hay momentos en los que enseñar invita a detenerse, mirar hacia atrás, revisar lo hecho y animarse a pensar diferente. En medio del ritmo vertiginoso de la escuela, hacerse un tiempo para reflexionar puede parecer un lujo. Pero en realidad es una necesidad. La reflexión sobre la propia práctica es el punto de partida para encontrar nuevas formas de enseñar, conectar mejor con los estudiantes y crecer como profesional.
La autoevaluación no es una instancia de juicio sino de aprendizaje. Preguntarse qué funcionó y qué no, por qué una clase salió bien o por qué una actividad no logró el resultado esperado, abre un camino hacia decisiones más conscientes. Al revisar nuestras elecciones pedagógicas, nuestras estrategias, el vínculo que construimos con los grupos, empezamos a ver oportunidades de mejora que muchas veces pasan desapercibidas en la rutina diaria.
Este proceso no siempre es solitario. Compartir experiencias con otros colegas, escuchar distintas miradas y dejarse interpelar también forma parte de una práctica reflexiva. Las reuniones entre docentes, los espacios de formación continua y las conversaciones informales pueden convertirse en verdaderos motores de transformación si se abordan con honestidad y apertura.
La formación permanente no tiene por qué estar atada a grandes cursos o títulos nuevos. Muchas veces, leer un artículo, participar en una charla o simplemente repensar una planificación con otra perspectiva puede generar un cambio profundo. Lo importante es sostener la curiosidad, el deseo de aprender y la convicción de que siempre hay algo que se puede hacer mejor.
Reflexionar no es solo mirar el pasado. Es una manera de proyectar el futuro con más claridad. Porque cada vez que un docente se toma el tiempo de pensar su práctica, también está pensando en sus estudiantes, en sus trayectorias, en cómo acompañarlos mejor. Y eso, sin duda, transforma la escuela desde adentro.