Por: Alejandra Borgiani – Docente de Artes Visuales

Soy docente, y soy autista. Ambas condiciones coexisten en mí con naturalidad, aunque no siempre el entorno educativo las reconozca como compatibles. Este artículo nace de una experiencia vital: enseñar desde un cerebro neurodivergente en un sistema que se construyó sin contemplarnos. Lejos de intentar adaptarme forzadamente, he aprendido a transformar esa diferencia en una herramienta

pedagógica poderosa. Lo que aquí comparto no pretende ser una fórmula, sino una invitación a revisar lo que entendemos por inclusión, y a imaginar un aula donde todas las formas de ser tengan un lugar real.

La inclusión educativa en disputa

En el discurso institucional, la inclusión aparece como un valor incuestionable. Sin embargo, muchas veces esta idea se traduce en una lógica de asimilación: el sistema «incluye» si la persona neurodivergente logra encajar, cuando la inclusión implica pedirle a un niño autista que soporte ruidos constantes, estímulos visuales excesivos, interacciones sociales forzadas y ritmos ajenos a su naturaleza. El sistema lo subsana con una maestra integradora, sin que al niño le modifique ninguna de las circunstancias abrumadoras antes mencionadas. Pero, ¿qué clase de inclusión es esa?

El Diseño Universal para el Aprendizaje (DUA) propone un enfoque más justo, centrado en la variabilidad humana, ofreciendo múltiples medios para la representación, la acción y la participación. Sin embargo, aún falta integrar estas ideas con una comprensión profunda de las necesidades sensoriales, emocionales y cognitivas de las personas autistas.

Propuestas pedagógicas desde otra sensibilidad

Desde mi lugar, propongo una pedagogía que parta del respeto absoluto por el mundo interno de cada estudiante. Algunas estrategias que he aplicado y que han dado resultados significativos incluyen:

  • Seguir el interés del estudiante como puerta de entrada al vínculo y al aprendizaje.
  • Establecer rutinas predecibles y ambientes sensorialmente cuidados, evitando ruidos intensos, luces fuertes o materiales visualmente abrumadores.
  • Fomentar el contacto desde la imitación respetuosa, acompañando conductas en lugar de corregirlas o intervenir desde el juicio.
  • Privilegiar la relación por sobre el rendimiento, entendiendo que antes de cualquier contenido, se construye confianza. Estas prácticas se sostienen en una idea sencilla pero revolucionaria: ir hacia la persona autista y no al revés. No se trata de empujarla a un mundo del cual no quiere participar, sino de estar disponibles, desde el respeto, para acompañarla en su propio mundo —cuando y si así lo decide.

Reflexión final: imaginar otra escuela

Mucho se dice sobre incluir a las personas autistas en el sistema educativo. Pero el sistema tal como está pensado, ¿incluye realmente? El aula estándar está llena de estímulos que resultan abrumadores: carteles, sonidos, interrupciones, socialización constante, normas cambiantes. Todo eso contradice profundamente las necesidades sensoriales y emocionales de un niño autista.

Imaginemos una escuela diseñada para niños y niñas autistas: silenciosa, coherente, con espacios ordenados, materiales sin sobrecarga sensorial, vínculos auténticos, lenguaje claro, tiempos flexibles. Y ahora imaginemos que quienes deben adaptarse para ingresar a ese espacio son los niños neurotípicos.

¿Sería eso exclusión al revés? ¿O sería, tal vez, una forma de equilibrar la historia?

Tal vez algún día el mundo sea más autista que neurotípico. No por dominación, sino por evolución. Hay quienes sostienen —y yo adhiero— que el autismo podría representar una etapa distinta del desarrollo cerebral humano: una forma más introspectiva, más profunda, más silenciosa de habitar el mundo.La mayoría de las crisis, meltdowns, burnouts o conductas autolesivas no nacen del autismo, sino del sufrimiento que genera el esfuerzo constante por adaptarse a un entorno que los desconoce. Cuando un niño no habla, grita, se retrae o se autoagrede, no es porque esté “encerrado” en su mundo, sino porque está siendo empujado fuera de él.

El mundo interior del niño autista no es el problema. El problema es que no se lo respeta. Ese mundo es su hogar, su centro, su forma de ser. La persona autista es su mundo. Y si alguna vez decide emerger, será porque lo desea, no porque alguien lo arrastre. Quienes han sido respetados en ese proceso, muchas veces revelan una lucidez, una sensibilidad y una inteligencia profundas, que estaban intactas desde el principio.

Mi experiencia: la inclusión pendiente

Como docente autista, no solo atravesé desafíos sensoriales y comunicacionales en el aula. También experimenté la exclusión activa. Hubo colegas, directivos e incluso familias que manifestaron abiertamente su preocupación o incomodidad al saber que “la nueva docente era autista”. Como si esa condición invalidara mi capacidad pedagógica.

La inclusión, si es real, debe ser para todos. No puede limitarse al alumnado.

Necesitamos también una escuela que abrace a sus docentes neurodivergentes, que no los tolere como excepción, sino que los valore como parte de una diversidad que enriquece.

Alejandra Borgiani

Docente de Artes Visuales

Córdoba – República Argentina

2025

Este artículo forma parte de la selección realizada tras la convocatoria a autores sobre educación, en el marco de una colaboración abierta.