Por: Maximiliano Catalisano

Las escuelas suelen pensarse como espacios de estabilidad, donde cada día se repiten horarios, clases y rutinas que dan seguridad. Sin embargo, de tanto en tanto aparecen situaciones que interrumpen ese orden: conflictos entre estudiantes, problemas de convivencia, catástrofes climáticas que afectan al edificio, huelgas, la pérdida de un docente o incluso situaciones de violencia que conmueven a todos. Esos momentos, que al inicio parecen solo obstáculos, tienen también un costado profundamente formador. Las crisis escolares, aunque difíciles, enseñan a toda la comunidad mucho más de lo que a veces se imagina. Lo que queda grabado en la memoria de alumnos, familias y docentes no es solo la dificultad, sino cómo se atravesó y qué aprendizajes se compartieron en el camino.

Cuando una crisis toca la vida de la escuela, lo primero que se hace evidente es la fragilidad humana. Los alumnos descubren que los adultos no tienen todas las respuestas y los adultos reconocen que los niños y jóvenes poseen miradas que aportan claridad. Ese encuentro entre vulnerabilidades genera un terreno distinto, más auténtico, donde la comunidad deja de sostenerse en la ilusión de que todo está bajo control y se permite aceptar la incertidumbre. Esa aceptación, aunque incómoda, es un gran aprendizaje porque muestra que la vida escolar es un reflejo de la vida misma.

Una de las enseñanzas más profundas que dejan las crisis es la capacidad de escuchar. Muchas veces la escuela transcurre con tiempos ajustados y agendas apretadas. Pero cuando surge un problema, la rutina se interrumpe y obliga a frenar. En ese paréntesis aparecen voces que antes no eran escuchadas: los alumnos expresan cómo se sienten, los docentes repiensan sus prácticas y las familias participan con propuestas o inquietudes. La crisis abre una ventana al diálogo y lo que parecía un momento de tensión se transforma en una oportunidad de encontrarse desde otro lugar.

El cuidado mutuo es otro de los aprendizajes más claros. Frente a la dificultad, se despliegan gestos que fortalecen los vínculos: estudiantes que se contienen entre sí, maestros que adaptan sus clases para dar espacio a la palabra, padres que organizan redes de apoyo. La experiencia enseña que la solidaridad no se declama, sino que se practica en el día a día cuando alguien necesita sostén. Muchas veces esos gestos sencillos dejan huellas más duraderas que cualquier clase magistral, porque se viven en carne propia.

También se aprende que la escuela es un espacio que puede reinventarse. Una inundación que obliga a mudar las clases a otro edificio, una situación de violencia que demanda nuevas normas de convivencia o una pandemia que impone la virtualidad, muestran que la institución puede adaptarse. Los alumnos perciben que no existe una única manera de enseñar y aprender, sino que las formas cambian según las circunstancias. Esa capacidad de adaptación se convierte en un capital valioso que los prepara para la vida fuera de la escuela.

Las crisis hacen visibles las diferentes miradas que conviven en una comunidad. Lo que para algunos es un problema menor, para otros puede ser motivo de gran preocupación. Reconocer que esas diferencias existen y que es necesario construir acuerdos en medio de ellas es un aprendizaje que prepara a los estudiantes para el mundo adulto. No se trata de eliminar las diferencias, sino de aprender a convivir con ellas, negociando, dialogando y aceptando que la unanimidad es rara vez posible.

El tiempo posterior a una crisis es tan importante como el momento mismo en que ocurre. Superar la dificultad no es suficiente: lo fundamental es reflexionar sobre lo vivido. ¿Cómo reaccionamos? ¿Qué hicimos bien? ¿Qué podríamos haber hecho distinto? Estas preguntas permiten transformar un evento doloroso en una experiencia pedagógica. Una comunidad que se da la oportunidad de evaluar lo sucedido crece en madurez y demuestra que está dispuesta a aprender no solo de los libros, sino también de su propia historia.

Otro aprendizaje que dejan las crisis escolares es la importancia de valorar lo cotidiano. Muchas veces se da por sentado lo que parece normal: tener un aula disponible, compartir con los compañeros, contar con docentes presentes. Cuando algo interrumpe esa normalidad, esos aspectos habituales adquieren un nuevo sentido. Los estudiantes aprenden a agradecer lo simple y los adultos a reconocer la riqueza de lo que se vive día a día. La rutina, después de una crisis, ya no se percibe como algo monótono, sino como un espacio de calma ganado.

Finalmente, las crisis enseñan a toda la comunidad que los problemas no son solo del alumno o del docente, sino de todos. Un conflicto de convivencia, por ejemplo, no se resuelve aislando a los involucrados, sino entendiendo que el ambiente escolar completo necesita repensarse. La mirada compartida que se construye en esos momentos ayuda a comprender que cada integrante tiene un papel, y que la comunidad escolar se fortalece cuando actúa como un cuerpo unido.

Las crisis escolares, lejos de ser meros obstáculos, funcionan como verdaderas maestras silenciosas. Enseñan a escuchar, a dialogar, a cuidar, a reinventarse, a aceptar las diferencias, a reflexionar y a valorar lo que parecía insignificante. Al atravesarlas, la comunidad escolar se transforma y gana una experiencia que quedará como parte de su identidad. Lo que al principio fue dolor se convierte con el tiempo en una fuente de sabiduría compartida que fortalece a quienes viven y construyen la escuela cada día.