Por: Maximiliano Catalisano
Hay una imagen que persigue a muchos docentes: la del profesor o profesora que siempre tiene la respuesta correcta, que nunca se equivoca, que puede con cualquier grupo difícil y que, incluso en medio del caos escolar, mantiene la calma como si nada lo afectara. Este mito de “todo lo pueden” no solo es injusto, sino que también ejerce una presión silenciosa y constante que erosiona el bienestar personal y profesional de quienes se dedican a enseñar. No se trata solo de la carga laboral visible —planificar clases, corregir trabajos, asistir a reuniones— sino de una exigencia implícita que rara vez se nombra: la obligación de sostenerlo todo sin mostrar cansancio, dudas o fragilidad.
En muchas escuelas, esta expectativa no escrita se instala de manera casi natural. Se asume que el docente experimentado debe ser capaz de enfrentar cualquier situación: desde resolver conflictos entre estudiantes hasta reemplazar actividades canceladas en el último minuto, pasando por contener a familias angustiadas y adaptarse a cambios administrativos sin previo aviso. Esta visión idealizada no contempla que, detrás de la experiencia y la vocación, hay personas con límites, necesidades y emociones.
Lo más complejo es que esta presión no siempre viene impuesta desde fuera; muchas veces es el propio docente quien la internaliza. Hay un sentido de responsabilidad que, en lugar de impulsarlo a dar lo mejor, lo obliga a sobre exigirse. Pensar que “si yo no lo hago, no lo hará nadie” o “si no puedo con esto, significa que no sirvo para enseñar” termina generando un desgaste profundo que afecta no solo el trabajo, sino también la vida personal.
La consecuencia de sostener este rol durante demasiado tiempo puede ser el agotamiento crónico. Esa sensación de que no hay descanso suficiente, de que cualquier día libre se llena con pendientes acumulados y de que el tiempo personal se diluye entre correcciones y planificaciones. El agotamiento docente no es únicamente físico; también es mental y emocional, y se traduce en menor motivación, irritabilidad, problemas para concentrarse e incluso dificultad para disfrutar de momentos fuera del aula.
A nivel institucional, esta sobrecarga silenciosa suele pasar desapercibida. Si un docente resuelve los problemas con rapidez, atiende a todo el mundo y evita conflictos, se interpreta como que “funciona bien” y no necesita ayuda. Sin embargo, esa misma capacidad aparente de hacerlo todo es la que invisibiliza el esfuerzo real y oculta señales de desgaste que deberían atenderse a tiempo.
Reconocer que los docentes no son invencibles implica repensar las dinámicas de trabajo. Significa abrir espacios para que puedan expresar sus dificultades sin temor a juicios, distribuir responsabilidades de manera más equilibrada y entender que la colaboración entre colegas no es un lujo, sino una necesidad. A veces, un cambio tan simple como compartir tareas de organización de eventos o planificar proyectos en conjunto puede aliviar mucho la carga.
También es fundamental que cada docente pueda establecer sus propios límites. Esto no significa desentenderse de los problemas, sino aprender a decir “hasta aquí puedo” sin sentir culpa. Cuidar la salud mental y física no es egoísmo: es la base para sostener la calidad de la enseñanza en el tiempo.
Otro aspecto que contribuye a la presión invisible es la falta de tiempo real para el descanso y la recuperación. Las vacaciones y los fines de semana, en muchos casos, se convierten en jornadas de trabajo encubiertas. Revisar esta dinámica requiere que tanto el propio docente como la institución asuman que el descanso no es un premio, sino una parte esencial del trabajo bien hecho.
Es importante entender que el mito del docente que todo lo puede es insostenible y perjudicial. Mantenerlo no solo desgasta a quienes están frente a los estudiantes, sino que también genera expectativas poco realistas en familias, directivos y en los mismos alumnos. Mostrar que la docencia es una tarea humana, con momentos de éxito y de dificultad, no debilita la autoridad del profesor: la humaniza y la hace más cercana.
Si en las escuelas se logra desarmar esta idea, se gana en confianza, en comunicación honesta y en entornos laborales más saludables. El cambio no llegará de un día para otro, pero empieza por gestos concretos: reconocer el trabajo invisible, escuchar sin juzgar y ofrecer apoyo sin esperar que alguien pida ayuda como último recurso.
En definitiva, permitir que los docentes puedan dejar de “poder con todo” no es una pérdida para la escuela; es una inversión en su presente y en su futuro. Porque enseñar, acompañar y formar personas requiere energía, motivación y salud emocional. Y eso solo es posible si quienes enseñan también se sienten cuidados.