Por: Maximiliano Catalisano
Hay ideas que nacen del aula y cambian la forma en que entendemos la enseñanza. Eso fue lo que hizo Célestin Freinet, un maestro francés del siglo XX que decidió mirar a sus alumnos no como receptores de conocimientos, sino como creadores de sentido. Su propuesta, conocida como educación del trabajo cooperativo, transformó la escuela tradicional en una comunidad viva donde cada niño aprendía al participar, al crear, al colaborar. En una época marcada por métodos rígidos y disciplina autoritaria, Freinet se atrevió a escuchar la voz de los alumnos y a convertir el aula en un taller de pensamiento colectivo.
Freinet comprendió que la educación no podía basarse en la pasividad. Observó que los niños aprendían más cuando se involucraban en proyectos reales, cuando podían escribir, imprimir, investigar y compartir. Por eso diseñó una pedagogía centrada en el trabajo cooperativo, entendiendo el trabajo no como obligación, sino como experiencia de sentido. En sus palabras, “el trabajo verdadero no cansa: alimenta el espíritu”.
Una escuela donde se aprende haciendo y compartiendo
El método Freinet nació del aula rural en la que este maestro enseñaba, y desde allí se expandió al mundo. Frente a la rigidez de la enseñanza memorística, propuso una escuela donde los alumnos fueran protagonistas. En lugar de repetir lecciones, los niños elaboraban textos libres, construían periódicos escolares, hacían investigaciones sobre su entorno y tomaban decisiones en asamblea. Todo estaba pensado para que el aprendizaje surgiera del hacer y del compartir.
Freinet estaba convencido de que el niño aprende mejor cuando participa activamente. Por eso, incorporó la imprenta escolar, una herramienta pedagógica que permitía a los alumnos redactar y publicar sus propias producciones. Aquellos pequeños periódicos no solo fortalecían la escritura, sino también la autonomía, la cooperación y el sentido de comunidad. Cada texto se convertía en un acto de comunicación genuino, un puente entre el aula y el mundo.
Su escuela era un espacio de vida, donde cada tarea tenía un propósito real. Los alumnos se organizaban en grupos, discutían, se ayudaban, reflexionaban sobre sus experiencias y proponían mejoras. Así, el trabajo cooperativo se convertía en una forma de construir conocimiento desde el diálogo y la participación.
El trabajo cooperativo como forma de aprendizaje y convivencia
Para Freinet, el trabajo cooperativo no era solo un método pedagógico, sino una manera de entender la educación como construcción social. Aprender juntos implicaba aprender a convivir, a escuchar, a respetar las ideas de los demás y a buscar soluciones comunes. La cooperación no se enseñaba con palabras, sino con prácticas concretas.
En su escuela, los alumnos eran responsables de tareas compartidas: desde la organización del aula hasta la publicación de sus textos o la planificación de proyectos. Esa responsabilidad colectiva los hacía conscientes de que la educación no es un acto individual, sino un proceso comunitario. Freinet veía en el trabajo cooperativo una forma de preparar a los niños para la vida democrática, donde cada voz tiene valor y cada esfuerzo contribuye al bien común.
Además, defendía la idea de que el trabajo tiene un valor educativo en sí mismo, porque enseña la importancia del esfuerzo, la colaboración y la creatividad. No se trataba de trabajar por obligación, sino de hacerlo como forma de crecimiento. En cada actividad había reflexión, intercambio y sentido de logro compartido.
Una pedagogía que sigue viva
Aunque las ideas de Freinet nacieron hace más de cien años, su vigencia es evidente en las escuelas contemporáneas que buscan un aprendizaje activo, participativo y basado en proyectos. El trabajo cooperativo está presente hoy en muchas metodologías modernas, desde el aprendizaje colaborativo hasta las comunidades de aprendizaje.
Su pedagogía anticipó muchas de las tendencias actuales: la integración de lo social en lo educativo, la conexión entre escuela y entorno, el protagonismo del alumno y la valoración de la palabra como herramienta para pensar y transformar la realidad. Freinet demostró que la cooperación no solo mejora el aprendizaje, sino que forma personas solidarias, autónomas y comprometidas.
En su visión, el maestro debía ser un acompañante, alguien que orienta, escucha y estimula la participación. No era un transmisor de verdades, sino un facilitador del trabajo colectivo. Cada niño, con su voz y su ritmo, contribuía a una construcción común que daba sentido a la experiencia escolar.
El legado de un maestro que creyó en la infancia
El pensamiento de Freinet no se comprende sin su profundo respeto por los niños. Creía que la infancia no era una etapa de preparación, sino un tiempo pleno de creatividad y sabiduría. Por eso, su escuela no buscaba moldear a los alumnos, sino darles espacio para crecer desde su curiosidad y sus intereses.
Hoy, en un mundo donde la competencia suele imponerse sobre la cooperación, recuperar el espíritu freinetiano es más necesario que nunca. Enseñar a trabajar con otros, a construir juntos, a resolver en equipo, no solo mejora el aprendizaje, sino que fortalece los lazos humanos.
La educación del trabajo cooperativo nos recuerda que el conocimiento no se impone: se crea entre todos. Que el aprendizaje más profundo nace cuando se comparte. Que el aula puede ser un taller de humanidad donde cada palabra, cada acción y cada proyecto dejan una huella.
Volver a Freinet es recordar que enseñar no es solo transmitir saberes, sino crear condiciones para que los alumnos se descubran como parte de una comunidad de aprendizaje. Una escuela donde el trabajo colectivo sea sinónimo de libertad, creatividad y respeto mutuo sigue siendo una de las utopías más bellas de la educación.
