Por: Maximiliano Catalisano
Formación Docente y Actualización Profesional: Cómo Responder a las Necesidades Reales del Aula Sin Costos Imposibles
En los últimos años, la conversación sobre la formación docente y la actualización profesional se volvió más intensa que nunca. La irrupción de nuevas tecnologías, la aceleración de cambios culturales y la creciente complejidad de los grupos escolares generaron un escenario donde muchos docentes sienten que la oferta de capacitación no acompaña los desafíos cotidianos del aula. La distancia entre lo que se propone en cursos, diplomaturas y programas institucionales y lo que realmente sucede frente a estudiantes con trayectorias diversas se convirtió en un motivo de fuerte preocupación. En este contexto, la pregunta que aparece con mayor frecuencia es simple pero profunda: cómo lograr una formación continua accesible, pertinente y orientada a resolver problemas concretos sin que ello implique gastos imposibles para los sistemas educativos o para cada docente de manera individual. Esta nota busca analizar esa brecha y ofrecer caminos posibles para volver a conectar la capacitación con la práctica escolar real.
A lo largo de la última década, muchos países han incrementado la cantidad de cursos y programas de actualización disponibles. La oferta creció, las modalidades se diversificaron y aparecieron propuestas virtuales de bajo costo que parecían llegar para democratizar el acceso. Sin embargo, la percepción general entre los docentes es distinta: no siempre existe correspondencia entre la variedad de opciones y la utilidad directa que esas propuestas pueden tener en la jornada escolar. En muchos casos, los contenidos resultan demasiado teóricos, alejados de los dilemas cotidianos, o bien diseñados sin considerar la realidad material de cada institución. Una capacitación que no se integra a la vida escolar termina generando frustración, incluso cuando está bien elaborada desde el punto de vista académico.
A esta sensación se suma otro problema: la falta de tiempo. La sobrecarga laboral, los múltiples cargos y la cantidad de tareas burocráticas reducen el margen para dedicar horas a formarse con continuidad. Este punto es clave porque una actualización profesional real requiere momentos de lectura, práctica, reflexión y diálogo con colegas. Cuando la tarea diaria se compone de urgencias constantes, incluso los cursos más interesantes pierden atractivo porque parecen inalcanzables. En este sentido, diseñar propuestas breves, flexibles y fácilmente aplicables se vuelve imprescindible si se busca mejorar la participación sin aumentar los costos.
Un aspecto que profundiza los vacíos formativos es la distancia entre las prioridades del sistema educativo y las necesidades del aula. Muchas planificaciones institucionales ubican la formación continua en un plano general, sin revisar qué competencias necesitan desarrollar los docentes según su nivel, área o tipo de institución. Esta falta de focalización provoca que se repitan temáticas que ya no responden a los desafíos actuales, mientras que otras urgencias —como alfabetización digital, convivencia, nuevas metodologías de enseñanza o estrategias para trabajar con grupos heterogéneos— quedan relegadas. Una formación que no dialoga con la realidad escolar no solo resulta poco útil, sino que también se percibe como una obligación impuesta que no aporta soluciones.
En este marco, cobra relevancia la idea de construir modelos de capacitación más próximos al aula. En lugar de cursos aislados, resulta más beneficioso pensar en programas que incluyan acompañamiento, observación entre colegas, análisis de evidencias y espacios de co-construcción de estrategias. Este tipo de abordaje no necesita grandes inversiones económicas: muchos equipos escolares ya desarrollan prácticas colaborativas con resultados alentadores. Lo que sí se requiere es una planificación institucional que otorgue tiempos protegidos, metas claras y materiales al alcance de todos.
Otro tema que aparece con fuerza es la brecha entre la formación inicial y la actualización permanente. Muchos docentes egresan con una base teórica sólida, pero al ingresar a las escuelas descubren que esa preparación no siempre contempla situaciones de alta complejidad pedagógica. Convivencia, comunicación con familias, educación emocional, alfabetización múltiple, trabajo interdisciplinario o uso pedagógico de tecnologías emergentes suelen ser áreas donde la formación inicial queda corta. Este desfasaje obliga a que la formación continua compense, pero no siempre se logran respuestas sistemáticas. Construir un puente entre ambas etapas podría reducir significativamente los vacíos que hoy generan preocupación.
La llegada de nuevas herramientas digitales aceleró la urgencia por actualizar competencias profesionales. Sin embargo, la tecnología incorporada sin un marco pedagógico claro tiende a generar más problemas que soluciones. Muchos cursos se concentran en enseñar el uso técnico de plataformas o programas, pero dejan de lado la pregunta fundamental: para qué se utilizarán en el aula y cómo mejoran el aprendizaje. La actualización docente debería priorizar la comprensión pedagógica y no solo la habilidad técnica. En este sentido, formar en diseño de actividades, seguimiento de estudiantes, evaluación formativa y uso responsable de datos resulta mucho más valioso que aprender funciones aisladas de una aplicación.
A nivel institucional, es necesario revisar la manera en que se evalúa el impacto de los programas de formación. Gran parte de las capacitaciones se mide en función de la asistencia, pero esto no garantiza cambios en la práctica. Los sistemas educativos podrían avanzar hacia modelos que incorporen retroalimentación de docentes, observación de clases, análisis de materiales producidos o revisión de indicadores escolares vinculados con la enseñanza. Estas estrategias no implican gastos significativos y permiten comprender con mayor profundidad qué programas funcionan y cuáles necesitan ajustes.
Un desafío adicional es la escasa articulación entre organismos estatales, universidades y centros de formación independientes. Muchas veces cada actor diseña propuestas por separado, sin una línea común que garantice coherencia. Esta falta de coordinación multiplica la oferta, pero no necesariamente mejora la calidad ni la pertinencia. Una agenda compartida basada en diagnósticos reales permitiría orientar los esfuerzos hacia temas prioritarios y evitar la dispersión de recursos.
A pesar de estas dificultades, existen caminos accesibles para mejorar la formación docente sin generar grandes costos. Aprovechar experiencias internas, construir comunidades de aprendizaje, diseñar cápsulas formativas breves, generar tutoriales, usar plataformas gratuitas, fortalecer la retroalimentación y promover el intercambio entre escuelas son estrategias que ya han demostrado ser valiosas. La clave está en alinear cada acción con un diagnóstico claro sobre lo que realmente necesitan los docentes en sus aulas.
Responder a los retos actuales exige comprensión, planificación y capacidad de adaptación. La formación continua puede convertirse en una herramienta poderosa si se diseña con atención a la realidad, si se basa en la práctica y si toma en cuenta la voz de quienes están todos los días frente a estudiantes. No se trata de ofrecer más cursos, sino de construir oportunidades formativas que permitan a cada docente enfrentar con confianza los desafíos diarios. Cuando la actualización se vuelve pertinente, accesible y conectada con la escuela, su impacto se multiplica de manera natural.
