Por: Maximiliano Catalisano
Cada día, desde que pisan por primera vez la puerta del jardín o de la escuela primaria, los niños formulan preguntas. Preguntan por qué el cielo es azul, por qué los adultos hacen cosas que no entienden, por qué hay que hacer fila, por qué se reparten premios o castigos. En esas preguntas vive el pensamiento crítico, todavía fresco, sin moldear, esperando un entorno que lo acompañe en lugar de reprimirlo. La pregunta entonces no es si los niños pueden desarrollar pensamiento crítico, sino si los adultos están dispuestos a sostenerlo, estimularlo y dejarse interpelar por él.
Muchas veces se cree que el pensamiento crítico es algo que se enseña más adelante, en la secundaria o en la universidad. Como si fuera un paso avanzado del conocimiento, reservado para cuando ya se han aprendido “las bases”. Pero esa mirada olvida que cuestionar, comparar, deducir, argumentar y reflexionar no son prácticas que aparecen de un día para el otro. Se cultivan desde los primeros años, cuando la curiosidad es aún más fuerte que el mandato de repetir. Si la infancia no encuentra un espacio donde esas habilidades sean estimuladas, lo más probable es que el sistema las adormezca, las empuje hacia la pasividad y las convierta en obediencia.
Fomentar el pensamiento crítico implica animarse a perder el control del discurso
La escuela muchas veces trabaja desde el temor al caos. Se organiza con horarios, consignas y rutinas para que todo esté bajo control. Pero pensar críticamente implica dejar lugar a lo inesperado. Un alumno que pregunta lo que no estaba en la planificación. Una niña que opina diferente a la mayoría. Un grupo que desafía la lógica establecida. Para que eso tenga lugar, hay que permitir que el aula sea también un espacio de conversación genuina, no solo de transmisión de contenidos.
Eso no quiere decir que se pierda el rumbo. Pensar críticamente no es decir cualquier cosa sin sostén. Al contrario, requiere herramientas: lenguaje, información, tiempo, guía. Por eso, la tarea docente no es dictar respuestas, sino acompañar el proceso de construcción de preguntas cada vez más complejas. Mostrar que se puede dudar, pero que también se puede argumentar. Que no hay una única forma de mirar el mundo, pero que no todas las miradas se sostienen de la misma manera.
Un aula que habilita el pensamiento crítico es un aula que acepta el error
Porque pensar críticamente también implica ensayar ideas que pueden no funcionar. Decir algo que después se corrige. Cambiar de opinión. Probar un camino y darse cuenta de que no era por ahí. Si el error es castigado, el pensamiento se retrae. Si todo debe tener una única respuesta correcta, no hay lugar para explorar. La infancia necesita experiencias que no estén siempre marcadas por la evaluación, sino por la posibilidad de experimentar sin miedo.
También es importante que los temas que se trabajan tengan sentido. No se puede fomentar el pensamiento crítico si los contenidos se presentan desconectados de la realidad, vacíos de contexto. Hablar del medioambiente sin discutir el modelo de consumo. Hablar de convivencia sin nombrar las desigualdades. Hablar de historia sin poner en cuestión las narrativas dominantes. Pensar críticamente es, también, incomodarse.
Los adultos también deben ejercitar su pensamiento crítico
No se puede invitar a los niños a cuestionar si no estamos dispuestos a hacerlo nosotros también. Si repetimos sin revisar. Si enseñamos desde la costumbre y no desde la reflexión. Si tomamos decisiones sin analizar sus consecuencias. Fomentar el pensamiento crítico desde la infancia exige escuelas que también se pregunten por sus prácticas, por sus reglas, por sus modos de enseñar y de habitar el aula.
Además, el pensamiento crítico no es solo una herramienta escolar. Es una forma de estar en el mundo. Permite tomar decisiones, evitar manipulaciones, reconocer las propias creencias, detectar discursos vacíos, defender derechos. En tiempos donde las redes sociales, los algoritmos y los discursos polarizados intentan moldear nuestra forma de pensar, formar desde la infancia mentes capaces de dudar, preguntar y analizar es una tarea urgente.
Por eso no se trata de enseñar una técnica, ni de sumar un contenido más. Se trata de transformar el modo de acompañar el crecimiento. No hay que esperar a que los estudiantes tengan 15 años para que aprendan a debatir con respeto, a fundamentar una opinión, a aceptar la diferencia sin violencia. Todo eso se construye desde que son pequeños, desde que miran un cuento y se preguntan por qué el personaje hizo lo que hizo, desde que juegan y negocian roles, desde que se animan a decir “no estoy de acuerdo”.
El pensamiento crítico es incompatible con la obediencia ciega, con la repetición vacía, con la idea de que pensar es simplemente aprender lo que otros dicen. Si queremos una sociedad con ciudadanos comprometidos, no podemos dejar el pensamiento crítico librado al azar. La infancia tiene derecho a pensar. La escuela tiene la responsabilidad de no apagar esa posibilidad.