Por: Maximiliano Catalisano
Hay momentos en que parece que la infancia se ha convertido en una carrera sin línea de llegada, donde cada logro se mide, se compara y se espera que llegue cada vez más rápido. Muchos niños viven sus primeros años rodeados de exigencias que no siempre comprenden y de metas que no eligieron. Sin embargo, la infancia no nació para eso. Es una etapa donde el tiempo se expande, donde el juego abre puertas invisibles y donde cada pequeño hallazgo tiene un valor enorme. Pensar la infancia como un proceso de descubrimiento y no como un período de rendimiento es recuperar algo que la escuela, la familia y la sociedad necesitan recordar: que los niños aprenden mejor cuando se sienten libres de experimentar, sin la presión de demostrar nada.
Durante los últimos años, la cultura del logro temprano se instaló con fuerza en muchos contextos educativos. Se celebra al niño que aprende a leer antes que los demás, al que cuenta hasta cien con apenas cinco años, al que memoriza datos complejos o muestra habilidades por encima de la media. Aunque estos avances pueden ser positivos, el problema aparece cuando se convierten en exigencias constantes. La infancia es diversa y ningún proceso se desarrolla de manera idéntica. Forzar a los niños a cumplir con expectativas que no respetan su tiempo interno puede generar tensiones que afectan su confianza y su vínculo con el aprendizaje.
Cuando se concibe la escuela como un lugar donde los niños deben “demostrar” permanentemente, se pierde una oportunidad invaluable: permitir que el aprendizaje sea un viaje curioso, lento o veloz según cada caso, pero siempre auténtico. El descubrimiento surge cuando el niño tiene espacio para explorar, tocar, equivocarse, observar y volver a intentar. Ningún rendimiento impuesto se compara con la alegría que sienten al resolver algo por sí mismos o al comprender un fenómeno después de explorarlo con libertad.
El juego aparece aquí como un motor esencial. Jugar no es una pérdida de tiempo ni una actividad secundaria: es un lenguaje profundo, lleno de creatividad y preguntas. A través del juego, los niños imaginan mundos, ponen a prueba hipótesis, crean reglas, las modifican y las vuelven a inventar. Cuando se juegan historias, construyen vínculos sociales; cuando manipulan objetos, descubren relaciones; cuando imitan situaciones de la vida real, procesan emociones. El juego es descubrimiento puro: no busca premios, no necesita evaluaciones, simplemente ocurre. Por eso, respetarlo en la escuela es respetar la esencia misma de la infancia.
Colocar el foco en el descubrimiento también implica escuchar a los niños. Muchos adultos piensan que los niños hablan de cosas pequeñas o poco importantes, pero la infancia está llena de preguntas profundas: ¿Por qué el cielo cambia de color?, ¿Cómo saben los pájaros a dónde ir?, ¿Qué pasa cuando cerramos los ojos y soñamos? Las preguntas de los niños no buscan aprobar exámenes; buscan comprender el mundo. La curiosidad es su mayor impulso y cuando se nutre, el aprendizaje se vuelve una aventura personal. Por eso, un aula que valora la conversación, la pregunta espontánea y la observación atenta abre caminos mucho más ricos que aquellos marcados por metas estrictas.
La importancia de un entorno que protege el ritmo de cada niño
Cuando se piensa la infancia sin presiones, el rol del entorno emocional se vuelve central. Los niños necesitan sentirse seguros para explorar, necesitan adultos que los acompañen sin apurarlos, y necesitan que sus errores no sean vistos como fracasos, sino como parte natural del proceso. Un ambiente que ofrece contención permite que los niños se arriesguen a probar algo nuevo, aun sabiendo que tal vez no salga bien. Esa libertad es la que sostiene su crecimiento.
Además, no todos los niños descubren de la misma manera. Algunos lo hacen en movimiento constante, otros en silencio. Algunos necesitan observar durante un largo tiempo antes de actuar, mientras que otros prefieren experimentar desde el primer minuto. Valorar estas diferencias es esencial para evitar que el aula se convierta en un espacio donde solo quienes avanzan rápido reciben reconocimiento. Cada estilo de descubrimiento merece ser respetado.
Otro aspecto fundamental es la relación entre la infancia y el tiempo. Hoy parece que los días de los niños están tan llenos de actividades que casi no queda lugar para la pausa. Desde muy pequeños, pasan de la escuela a talleres, de talleres a deportes, y de deportes a tareas escolares. Aunque estas actividades pueden ser enriquecedoras, su exceso deja poca oportunidad para el aburrimiento creativo, ese estado tan necesario donde surgen ideas nuevas, juegos inesperados y reflexiones espontáneas. El tiempo libre también es aprendizaje.
Promover una infancia basada en el descubrimiento implica repensar la evaluación. En lugar de centrarla en si un niño cumple o no con un estándar, la mirada debe orientarse hacia su proceso: qué preguntas hace, qué le interesa, cómo resuelve un problema, de qué modo interactúa con sus compañeros, qué emociones atraviesa mientras aprende. Una evaluación más cualitativa permite ver al niño en su totalidad, sin reducirlo a un número o categoría.
También es importante que las familias acompañen este enfoque. Muchas veces, la presión por el rendimiento no surge solo de la escuela, sino de expectativas familiares que buscan asegurar un futuro exitoso. Sin embargo, el éxito futuro no depende de que un niño aprenda todo rápido, sino de que aprenda con solidez y confianza. Las habilidades que marcan la diferencia —la creatividad, la capacidad de resolver problemas, la comunicación, la sensibilidad social— se desarrollan mejor cuando la infancia no está atravesada por el apuro.
Ver la infancia como un período de descubrimiento es recuperar la esencia de crecer. Es volver a mirar a los niños como seres llenos de curiosidad, imaginación y potencial, no como pequeños adultos que deben cumplir metas. La infancia necesita aire, juego, preguntas y exploración. Necesita que los adultos comprendan que cada niño tiene su propio ritmo y que lo más valioso que se puede ofrecer es un entorno donde ese ritmo sea respetado.
Defender este enfoque no significa rechazar el aprendizaje estructurado, sino equilibrarlo. La alfabetización, la matemática, la ciencia y las artes son fundamentales, pero su enseñanza puede estar atravesada por experiencias que respeten la infancia. Cuando se enseña desde la exploración, el contenido no solo se comprende mejor, sino que se disfruta más. Un niño que descubre aprende con el corazón y la mente al mismo tiempo.
La infancia no necesita presión, necesita posibilidades. Necesita que el mundo adulto recuerde que los primeros años no están para correr, sino para descubrir. Y cuando ese descubrimiento se cuida, crecen niños más seguros, más curiosos y más capaces de disfrutar del aprendizaje durante toda la vida.
