Por: Maximiliano Catalisano

La adolescencia es una etapa donde todo cambia: el cuerpo, las emociones, los vínculos, la mirada sobre el mundo. En ese torbellino de transformaciones, la escuela ocupa un lugar único. Es el espacio donde los adolescentes pasan gran parte de su tiempo, donde buscan ser escuchados, comprendidos y reconocidos. Acompañarlos no es solo enseñar contenidos, sino también ofrecer presencia, contención y oportunidades para que construyan su identidad. La escuela, en este sentido, puede ser mucho más que un ámbito académico: puede convertirse en un lugar donde los jóvenes encuentren sentido, confianza y orientación en un momento vital de búsqueda y redefinición.

Acompañar la adolescencia implica entender que detrás de cada gesto, cada silencio o cada rebeldía, hay una necesidad de ser vistos y aceptados. Los adultos que trabajan en las instituciones educativas —docentes, preceptores, equipos de orientación, directivos— deben estar preparados para leer esas señales sin juzgar. No se trata de controlar, sino de comprender. En un tiempo donde las redes sociales, la inmediatez y la presión por “ser alguien” pueden generar confusión o angustia, la escuela puede ofrecer una pausa: un espacio para pensar, para equivocarse, para construir vínculos genuinos y para aprender que crecer también implica atravesar momentos de incertidumbre.

Comprender el mundo adolescente

Cada generación de adolescentes vive su tiempo con códigos, lenguajes y desafíos propios. Por eso, acompañarlos desde la escuela exige una actitud abierta, empática y actualizada. Escuchar sus intereses, conocer sus modos de comunicarse y entender sus preocupaciones es el primer paso para establecer un vínculo real. No alcanza con imponer reglas o repetir fórmulas del pasado: el adolescente necesita sentir que el adulto lo respeta y que puede confiar en él.

Las instituciones educativas pueden promover espacios donde los jóvenes se expresen sin miedo. Los talleres de convivencia, los proyectos de participación o las tutorías personalizadas son herramientas valiosas para abrir el diálogo. Cuando los alumnos sienten que su voz tiene lugar, se fortalecen los lazos con la escuela y se reducen las actitudes de desinterés o conflicto. Escuchar no significa coincidir, pero sí reconocer la legitimidad de lo que el otro siente. Y eso, en la adolescencia, marca la diferencia.

Construir vínculos basados en la confianza

Los vínculos son el corazón de la vida escolar. Un adolescente difícilmente aprenda de alguien con quien no se siente conectado. Por eso, la confianza es la base de cualquier estrategia de acompañamiento. Los docentes y adultos de la escuela pueden generar esa confianza mostrando coherencia, cumpliendo la palabra y ofreciendo un trato respetuoso. Un gesto amable, una pregunta a tiempo o una observación sin tono de reproche pueden abrir caminos que los discursos teóricos no logran.

También es importante comprender que los adolescentes necesitan límites, pero que esos límites deben tener sentido. Cuando las normas se explican desde el cuidado y no desde la imposición, los jóvenes las aceptan con mayor facilidad. Saber por qué una regla existe y qué busca proteger favorece la internalización de valores como la responsabilidad y el respeto mutuo. La autoridad que acompaña con respeto genera adhesión; la que impone sin escuchar, resistencia.

El papel de la escuela como red de contención

Muchos adolescentes atraviesan situaciones familiares o personales complejas que impactan directamente en su conducta y en su rendimiento escolar. Frente a eso, la escuela puede actuar como una red de contención que detecta, acompaña y orienta sin estigmatizar. Los equipos de orientación, junto a los docentes, cumplen un rol esencial en la detección temprana de señales de malestar emocional o social.

La contención no implica resolverlo todo, sino estar atentos, ofrecer escucha y, cuando es necesario, articular con otros espacios de ayuda. Un estudiante que se siente acompañado en la escuela encuentra un lugar seguro desde el cual puede afrontar sus dificultades. Y eso tiene un valor incalculable, especialmente en una etapa donde las emociones son intensas y cambiantes.

Promover la participación y el protagonismo

Una de las estrategias más potentes para acompañar la adolescencia es darles a los jóvenes un papel activo dentro de la vida escolar. Participar en decisiones, organizar proyectos o colaborar en actividades comunitarias los ayuda a desarrollar sentido de pertenencia y responsabilidad. La participación no es solo un derecho, sino una forma de aprendizaje social: permite que los adolescentes comprendan que su voz tiene peso y que pueden transformar su entorno.

La escuela puede impulsar espacios de expresión artística, talleres de reflexión o proyectos solidarios donde los alumnos canalicen sus intereses. Estas experiencias fortalecen su autoestima y los ayudan a descubrir talentos que a veces permanecen ocultos en la dinámica tradicional del aula. Acompañar no es resolver por ellos, sino ofrecer oportunidades para que descubran quiénes son y qué pueden aportar.

Enseñar a gestionar emociones y convivir

La adolescencia está atravesada por emociones intensas: la euforia, la frustración, el miedo, la vergüenza o la necesidad de aceptación. En este sentido, la escuela tiene la posibilidad de enseñar habilidades socioemocionales que faciliten la convivencia y el bienestar. Actividades que promuevan la empatía, la resolución pacífica de conflictos o el reconocimiento de las propias emociones pueden integrarse a la vida escolar sin necesidad de grandes cambios.

Cuando los adolescentes aprenden a poner en palabras lo que sienten, disminuye la agresividad y aumenta la comprensión mutua. Crear espacios donde puedan hablar de lo que les pasa —sin miedo al juicio— es una estrategia sencilla pero poderosa. Las tutorías, las asambleas o los momentos de reflexión colectiva son ejemplos de cómo la escuela puede cuidar la salud emocional de sus estudiantes mientras educa.

Una mirada compartida entre escuela y familia

Acompañar la adolescencia requiere una alianza sólida entre escuela y familia. Ambos espacios deben trabajar juntos, compartiendo información, valores y estrategias. Cuando la comunicación es fluida, se evitan malentendidos y se favorece el desarrollo integral del estudiante. Los encuentros con las familias no deberían limitarse a hablar de calificaciones, sino a construir juntos una mirada sobre el bienestar de los jóvenes.

Las familias necesitan sentir que la escuela no juzga, sino que coopera. Y la escuela, a su vez, necesita confiar en que los hogares pueden ser aliados en la tarea de educar. Ese trabajo conjunto fortalece la red de apoyo que los adolescentes necesitan para transitar esta etapa de manera más saludable y acompañada.

Acompañar para que crezcan

Acompañar la adolescencia desde la escuela es mucho más que contener conflictos o mantener la disciplina. Es asumir un compromiso con el desarrollo emocional, social y humano de los estudiantes. Significa ofrecer un lugar donde puedan ser ellos mismos, equivocarse, aprender y volver a intentar. La escuela, cuando se convierte en un espacio de escucha, respeto y oportunidades, deja una huella que trasciende lo académico.

Porque detrás de cada adolescente hay una historia, un sueño, una búsqueda. Y cada adulto que los acompaña con empatía y coherencia contribuye a que ese camino sea más claro, más humano y más esperanzador. La educación, en este sentido, no solo forma mentes: también acompaña vidas.