Por: Maximiliano Catalisano
En algunos países del norte de Europa, las escuelas han decidido dar un paso más allá de la innovación pedagógica y revisar su propia estructura interna. Se trata de los modelos de escuelas horizontales, instituciones donde el poder no se concentra en unos pocos y la jerarquía tradicional se diluye en favor de una organización más colaborativa. Finlandia, Dinamarca y Suecia son ejemplos de esta transformación silenciosa, donde los docentes trabajan como comunidades profesionales, los directivos actúan como facilitadores y los estudiantes participan activamente en la toma de decisiones que afectan su vida escolar. No es solo un cambio organizativo: es una nueva forma de entender la educación, más democrática, más participativa y, sobre todo, más humana.
Las escuelas horizontales nacen del convencimiento de que la educación mejora cuando quienes la sostienen sienten que tienen voz. En lugar de una estructura rígida con un director en la cima, los equipos docentes funcionan como células autónomas que se organizan según proyectos, áreas o desafíos educativos. Las decisiones se toman de manera colectiva y los directivos acompañan los procesos, coordinan recursos y aseguran coherencia institucional, pero sin imponer criterios verticales. Esto genera un entorno donde el intercambio de ideas, la reflexión compartida y la corresponsabilidad son parte de la cultura cotidiana.
En Finlandia, el país más citado en este tipo de enfoques, los docentes tienen una gran autonomía profesional y sus escuelas operan con una estructura horizontal desde hace décadas. La figura del director no desaparece, pero se transforma: pasa de ser un jefe a un acompañante pedagógico. En muchas instituciones finlandesas, los equipos se reúnen semanalmente para analizar el progreso de los estudiantes, revisar estrategias y proponer ajustes en los programas. No existen inspecciones externas permanentes ni evaluaciones centralizadas de control; se confía en la profesionalidad del docente y en el trabajo en equipo. Esta confianza es la base de todo el sistema.
Dinamarca también ha avanzado en este sentido, especialmente en las escuelas primarias y secundarias donde se promueven comunidades de aprendizaje profesional. Los docentes organizan sus horarios en bloques flexibles, diseñan las clases de manera conjunta y se distribuyen las tareas de acuerdo con las fortalezas de cada miembro. Los estudiantes, por su parte, participan en consejos escolares que tienen poder real sobre temas como convivencia, proyectos solidarios o mejoras en los espacios comunes. Este modelo fomenta la corresponsabilidad y genera una sensación de pertenencia que fortalece el clima institucional.
En Suecia, el enfoque horizontal ha tomado una dirección más experimental. Existen escuelas públicas que eliminan las jerarquías internas casi por completo y funcionan bajo estructuras cooperativas. Los equipos docentes deciden sobre contratación, planificación y evaluación institucional. Además, se han implementado sistemas de “mentores pedagógicos” en lugar de supervisores, lo que permite una retroalimentación continua entre pares. En estas instituciones, la comunicación fluida reemplaza los canales formales y el aprendizaje organizacional se convierte en una meta común.
Uno de los aspectos más interesantes de las escuelas horizontales del norte de Europa es su relación con el bienestar docente. Diversos estudios han demostrado que cuando los maestros participan en las decisiones y sienten que su trabajo es valorado por sus colegas, el estrés laboral disminuye y la satisfacción profesional aumenta. Las reuniones no se perciben como burocracia, sino como espacios de creación colectiva. Este tipo de ambiente también se traduce en beneficios para los alumnos: el aula se convierte en un espacio más participativo, con una enseñanza más coherente entre los diferentes docentes y una mayor continuidad en los proyectos educativos.
Por supuesto, estos modelos no están exentos de desafíos. La horizontalidad requiere un alto nivel de compromiso y una cultura institucional que fomente la responsabilidad compartida. No basta con eliminar cargos jerárquicos; es necesario construir confianza, respeto y una comunicación constante. Además, los sistemas educativos más centralizados encuentran dificultades para aplicar estos enfoques, ya que las normas, las inspecciones y las políticas externas muchas veces mantienen estructuras tradicionales que limitan la autonomía escolar.
Aun así, la experiencia del norte de Europa demuestra que otra forma de escuela es posible. Los resultados no se miden únicamente en rendimiento académico, sino también en bienestar, convivencia y desarrollo profesional. Las escuelas horizontales no buscan eliminar la dirección, sino redistribuir el poder para que todos los actores educativos participen activamente en la construcción del proyecto institucional. Es un modelo que apuesta por la colaboración en lugar de la competencia, por la confianza en lugar del control, y por la comunidad en lugar de la jerarquía.
Este tipo de organización invita a repensar la función del docente y el sentido mismo del trabajo escolar. En un mundo donde las estructuras rígidas pierden vigencia y el conocimiento se produce de manera colectiva, las escuelas horizontales se presentan como un laboratorio de futuro. No son una utopía, sino un ensayo real de cómo la educación puede ser un espacio más democrático, creativo y corresponsable. Tal vez la pregunta que queda abierta es si los demás sistemas educativos estarán dispuestos a dejar atrás el esquema vertical y permitir que la voz de todos los que habitan la escuela tenga el mismo peso.
