Por: Maximiliano Catalisano
Hubo una época en que todo el saber del mundo quiso concentrarse en un solo lugar. Una ciudad bañada por el Mediterráneo, donde sabios, filósofos, matemáticos y poetas se reunían para estudiar los misterios del universo, discutir sobre los astros o traducir textos de culturas lejanas. Ese lugar fue la Biblioteca de Alejandría, el sueño más ambicioso de la antigüedad: un espacio donde la humanidad intentó reunir todo lo que sabía y, al mismo tiempo, todo lo que aún deseaba descubrir. Su historia no solo habla de libros y papiros, sino de una forma de entender la educación y el conocimiento como pilares de la convivencia, el progreso y la curiosidad humana.
La Biblioteca de Alejandría nació en el siglo III a. C., bajo el gobierno de los Ptolomeos, una dinastía que comprendió que el poder no solo se medía en territorios, sino también en ideas. Fundada junto al Museo de Alejandría —una institución dedicada al estudio, la ciencia y el arte—, su propósito era tan simple como grandioso: reunir todos los libros del mundo conocido. Para lograrlo, los barcos que llegaban al puerto eran revisados, y todo texto escrito era copiado cuidadosamente por los escribas del templo. Las copias se devolvían a sus dueños, pero los originales quedaban resguardados en los estantes de la biblioteca. Así, en pocos años, Alejandría se convirtió en el corazón intelectual del Mediterráneo.
En sus salas trabajaron algunos de los pensadores más brillantes de la historia antigua. Euclides elaboró allí los fundamentos de la geometría; Aristarco de Samos propuso que la Tierra giraba alrededor del Sol mucho antes de Copérnico; Eratóstenes midió con sorprendente precisión la circunferencia del planeta; y Arquímedes desarrolló sus principios sobre la física y la mecánica. También se tradujo al griego la Biblia hebrea, dando origen a la famosa versión de los Setenta. La biblioteca no era solo un depósito de textos, sino un verdadero laboratorio de ideas, un lugar donde el conocimiento se compartía, se discutía y se ampliaba.
Lo más fascinante de la Biblioteca de Alejandría fue su visión educativa. No se trataba de una institución cerrada ni destinada únicamente a las élites. Su espíritu era universal: acoger todo tipo de saber, sin importar su origen. En una época en que las civilizaciones solían encerrarse en sus propias lenguas y tradiciones, Alejandría apostó por el diálogo cultural. Allí convivían egipcios, griegos, judíos, persas e incluso viajeros de la India. La educación, entendida como un puente entre culturas, alcanzó uno de sus momentos más altos. La curiosidad, más que el dogma, guiaba las búsquedas intelectuales.
La destrucción de la Biblioteca de Alejandría, ocurrida en distintos momentos y por diferentes causas —incendios, guerras y saqueos—, se convirtió en una herida simbólica para la humanidad. No se perdió solo un edificio, sino una manera de concebir el conocimiento como patrimonio común. Los historiadores aún discuten la magnitud exacta de la catástrofe, pero todos coinciden en que su desaparición marcó el fin de una era de intercambio y apertura intelectual. El fuego que consumió sus papiros también pareció borrar por siglos la idea de que la educación debía servir al entendimiento entre los pueblos.
Sin embargo, la huella de Alejandría sobrevivió al tiempo. Su modelo inspiró la creación de las primeras universidades medievales y, más tarde, de las grandes bibliotecas públicas del mundo moderno. Cada biblioteca que abre sus puertas hoy, desde una escuela rural hasta una institución digital, es heredera directa de aquella primera visión: la de reunir el saber humano en un espacio accesible, compartido y abierto a la curiosidad de todos. En este sentido, la Biblioteca de Alejandría sigue viva, cada vez que alguien consulta un libro, comparte una idea o aprende algo nuevo.
La enseñanza moderna tiene mucho que aprender de ese espíritu alejandrino. En tiempos donde la información se multiplica a velocidades impensadas, la verdadera tarea no es acumular datos, sino aprender a discernir, a conectar ideas y a comprender su sentido. Los antiguos sabios de Alejandría entendían que el conocimiento solo tiene valor cuando se transmite, cuando enciende en otros la misma pasión por descubrir. Esa actitud, basada en la conversación y el pensamiento crítico, es lo que hace que la educación siga siendo una aventura colectiva.
El renacimiento contemporáneo de la Biblioteca de Alejandría, inaugurado en 2002 bajo el nombre de Bibliotheca Alexandrina, representa un acto de memoria y esperanza. Su arquitectura circular evoca al Sol que ilumina el mar, recordando que la búsqueda del saber no termina nunca. Alberga millones de libros, espacios de investigación y un museo dedicado a la ciencia y las letras. Pero, sobre todo, simboliza el poder del conocimiento compartido. En un mundo fragmentado por la desinformación, esta nueva Alejandría nos recuerda que aprender juntos sigue siendo la forma más humana de avanzar.
Pensar en la Biblioteca de Alejandría es pensar en la posibilidad infinita del saber. Es imaginar a cientos de estudiantes copiando manuscritos, a maestros explicando con paciencia los secretos de las estrellas, a filósofos discutiendo sobre la naturaleza del alma y a matemáticos calculando la forma del mundo. Es reconocer que la educación no nació para repetir lo que ya sabemos, sino para atreverse a preguntar. Alejandría fue, y sigue siendo, un faro encendido en la historia de la humanidad. Un faro que ilumina, aún hoy, cada aula, cada libro y cada mente dispuesta a aprender.
