Por: Maximiliano Catalisano
Antes de que las escuelas existieran como edificios, antes de que los libros se transformaran en la principal fuente del saber, la educación en los pueblos originarios de América del Sur ya tenía una estructura profunda, coherente y humana. Era un sistema educativo sin pizarrones, pero con principios claros sobre lo que significaba aprender y convivir. En esas comunidades, enseñar no era un acto separado de la vida: era vivir con los demás, observar, participar, compartir y cuidar. El conocimiento se transmitía a través del ejemplo, la palabra y la experiencia, y su meta no era la competencia, sino la armonía entre las personas, la naturaleza y el espíritu.
En los pueblos originarios, cada miembro de la comunidad era educador. No existía la figura única del maestro porque todos enseñaban desde su rol: los ancianos con su sabiduría, los adultos con su oficio y los niños entre sí, aprendiendo por imitación y juego. La educación era continua, práctica y profundamente moral. No se trataba de acumular datos, sino de formar personas responsables de su entorno, conocedoras de sus raíces y conscientes del valor de su palabra.
La palabra ocupaba un lugar sagrado. Contaba las historias del origen, relataba las gestas del pueblo y transmitía las normas de convivencia. En cada cuento, mito o canto se escondía una lección. Los mayores sabían que el relato no solo entretenía, sino que enseñaba a pensar, a sentir y a recordar. Por eso, escuchar era considerado un acto de respeto. La educación oral fortalecía la memoria y el vínculo con la comunidad, porque lo aprendido no pertenecía a un individuo, sino al colectivo.
El aprendizaje en los pueblos originarios era integral. La vida cotidiana servía como aula abierta donde se enseñaban los oficios, las técnicas agrícolas, la medicina natural, el respeto por los ciclos de la tierra y la observación del cielo. Aprender a sembrar, a cazar o a curar era aprender a interpretar los signos de la naturaleza. La educación no separaba el conocimiento práctico del espiritual. En cada gesto había una enseñanza moral y simbólica. La caza, por ejemplo, no era solo un acto de supervivencia, sino una oportunidad para transmitir valores como la prudencia, el agradecimiento y la humildad ante la vida que se toma.
La comunidad guaraní, por ejemplo, concebía la educación como un proceso colectivo. Desde pequeños, los niños eran guiados por toda la aldea, no solo por sus padres. El objetivo era desarrollar la “tekó porã”, una expresión que podría traducirse como “modo de vida bueno”, basado en la solidaridad, la cooperación y el equilibrio. En el mundo andino, los quechuas y aymaras educaban bajo el principio del “ayni”, que significaba reciprocidad: todo lo que se hace por otro, regresa de alguna manera. Esa enseñanza trascendía el aula y se convertía en una forma de vida que aún hoy sobrevive en muchas comunidades.
Los rituales también eran espacios de aprendizaje. Cada ceremonia —ya fuera de iniciación, de cosecha o de agradecimiento— tenía un valor pedagógico. A través del canto, la danza y la ofrenda, los jóvenes comprendían la relación entre lo humano y lo divino, entre lo visible y lo invisible. Esas prácticas transmitían una comprensión del mundo basada en la interdependencia, un concepto que la educación moderna recién comienza a valorar.
En muchos pueblos amazónicos, por ejemplo, el aprendizaje se daba en movimiento. Los niños acompañaban a los mayores a recolectar, pescar o caminar el bosque, aprendiendo a leer los sonidos, las huellas y los aromas del entorno. El conocimiento no se transmitía con reglas abstractas, sino con la observación directa. Aprender era una aventura compartida, donde cada error formaba parte del proceso y donde el respeto hacia la tierra era el principio que sostenía todo saber.
La educación indígena también tenía una dimensión afectiva. Aprender implicaba sentirse parte de algo más grande: una familia extendida, una comunidad y una historia que se heredaba. Esa pertenencia generaba seguridad y compromiso. No se enseñaba para competir, sino para contribuir. Las virtudes más valoradas eran la generosidad, la honestidad y la sabiduría para mantener el equilibrio.
Cuando llegaron los sistemas educativos impuestos por la colonización, muchos de estos valores fueron desplazados. Se reemplazó la oralidad por la escritura, la comunidad por la individualidad y la reciprocidad por la competencia. Sin embargo, las raíces de la educación originaria siguen vivas. En comunidades mapuches, guaraníes, quechuas y amazónicas, aún se mantienen los consejos de ancianos, las asambleas comunitarias y las celebraciones que enseñan desde la experiencia. Cada palabra que se comparte en lengua ancestral es una forma de resistencia y también una lección pedagógica sobre cómo construir conocimiento desde la pertenencia.
Hoy, en tiempos de cambio e incertidumbre, mirar hacia los pueblos originarios de América del Sur puede ofrecernos una inspiración profunda. Ellos entendieron que educar no es instruir, sino acompañar el crecimiento del otro con respeto y paciencia. Su forma de enseñar recordaba que no hay conocimiento si se rompe el vínculo con la naturaleza y que la comunidad es el verdadero motor del aprendizaje.
Si las escuelas actuales se atrevieran a recuperar algo de esa sabiduría, probablemente volverían a poner el énfasis en el “nosotros” antes que en el “yo”. Los pueblos originarios no necesitaban hablar de innovación para practicarla: lo hacían cada vez que adaptaban sus enseñanzas al entorno, cada vez que un anciano compartía una historia con los más jóvenes o cuando un grupo de niños aprendía jugando a ser parte del mundo.
Su legado nos deja una enseñanza que sigue vigente: la educación florece cuando se cultiva en comunidad, cuando se respeta la palabra y cuando el conocimiento se comparte como un bien común. En esa visión ancestral se esconde, quizás, la semilla de una nueva forma de entender lo que significa aprender.
