Por: Maximiliano Catalisano
En las últimas décadas, los muros de muchas ciudades africanas y latinoamericanas dejaron de ser simples superficies de cemento para transformarse en pizarras abiertas donde la educación encuentra nuevas formas de expresión. Graffitis, murales comunitarios, hip hop, danza callejera o teatro popular se convirtieron en herramientas pedagógicas que conectan con los jóvenes desde su identidad, su barrio y su historia. Escuelas, organizaciones sociales y artistas comenzaron a descubrir que el arte urbano no solo embellece el entorno: educa, sensibiliza y crea sentido de pertenencia. Allí donde la palabra escrita no siempre llega, el color, el ritmo y el movimiento logran enseñar.
El arte urbano en la educación cumple una función doble: actúa como contenido cultural y como metodología de aprendizaje. En distintas ciudades latinoamericanas como Bogotá, São Paulo o Buenos Aires, los programas educativos incorporan talleres de muralismo, rap o stencil como parte del currículo o de actividades extracurriculares. Estas experiencias no buscan únicamente formar artistas, sino desarrollar pensamiento crítico, fortalecer la autoestima y promover el trabajo colectivo. Los estudiantes participan en la creación de mensajes visuales que hablan de su realidad, de la violencia, de la migración o del cuidado ambiental. Cada mural o composición se convierte en un relato educativo donde el aula se expande hacia la calle.
En Bogotá, por ejemplo, el programa Arte al colegio ha vinculado a cientos de docentes y artistas locales para llevar expresiones urbanas a las escuelas públicas. Allí, los jóvenes trabajan temas de convivencia, inclusión y memoria a través del graffiti. Las paredes se transforman en espacios de diálogo, donde las imágenes permiten hablar de lo que muchas veces cuesta poner en palabras. Esta conexión entre arte y territorio genera un aprendizaje más profundo, enraizado en la experiencia comunitaria. Lo que antes se consideraba vandalismo hoy se reconoce como una herramienta pedagógica poderosa.
En África, iniciativas similares florecen en ciudades como Dakar, Nairobi o Ciudad del Cabo. En Senegal, el proyecto Africulturban promueve la educación mediante el hip hop, combinando música, danza y arte visual para fortalecer las competencias expresivas de los jóvenes. Las escuelas que colaboran con el programa utilizan el rap como vehículo para trabajar lengua, historia y ciudadanía. Los docentes descubren que, a través del ritmo y la rima, los estudiantes expresan emociones y reflexiones que de otro modo quedarían en silencio. En Kenia, el movimiento Art360 impulsa murales colaborativos en escuelas de barrios populares, con mensajes sobre salud, derechos humanos y sostenibilidad. El resultado es un entorno educativo más cercano al lenguaje cultural de los alumnos.
Estas experiencias, aunque diversas, comparten una misma convicción: la educación no debe separarse del contexto social ni del patrimonio cultural de los pueblos. El arte urbano es, en ese sentido, una forma de alfabetización emocional y cultural. Enseña a leer el mundo desde la sensibilidad y a escribirlo con colores, ritmos o gestos. Las escuelas que abren sus puertas a estas expresiones logran conectar el conocimiento formal con la vida cotidiana. La gramática se aprende componiendo letras de rap, la historia se comprende pintando murales sobre líderes locales, la ciencia se representa en collages que explican procesos naturales. Así, el aprendizaje se vuelve significativo porque nace de lo que los estudiantes viven y sienten.
Además, el uso del arte urbano en la educación tiene un fuerte componente comunitario. En muchos casos, los proyectos incluyen la participación de familias, vecinos y artistas del barrio. Se generan espacios intergeneracionales donde el arte une a distintas generaciones y promueve la reconstrucción del tejido social. En favelas de Río de Janeiro o barrios de Ciudad de México, los murales realizados por los alumnos se convierten en símbolos de identidad barrial y en puntos de encuentro. El arte deja de ser elitista y se convierte en una herramienta para la transformación cultural y educativa.
En el caso de África, algunos gobiernos locales comenzaron a incluir estas prácticas en políticas públicas. En Sudáfrica, el Departamento de Educación Cultural impulsa programas que vinculan artistas con escuelas de zonas vulnerables. Allí, la educación artística se entiende como una forma de empoderamiento social y no solo como una disciplina complementaria. Estas políticas buscan reconocer las tradiciones locales, desde la pintura mural hasta la danza tribal, e integrarlas a las prácticas escolares contemporáneas. En este proceso, el arte se convierte en un puente entre pasado y presente, entre cultura ancestral y modernidad urbana.
Las universidades también se han sumado a esta tendencia, investigando los impactos educativos del arte urbano. En distintas investigaciones realizadas por la Universidad de São Paulo y la Universidad de Ciudad del Cabo, se observó que los alumnos que participan en proyectos de arte comunitario desarrollan mayor sentido de pertenencia, mejoran sus habilidades comunicativas y muestran más interés por la escuela. El arte actúa como un canal para el diálogo social, pero también como un motor para la permanencia escolar. Donde hay expresión, hay compromiso.
El futuro del arte urbano en la educación de América Latina y África parece prometedor. A medida que las instituciones reconocen el valor pedagógico de estas prácticas, crece la posibilidad de que los muros escolares y las calles sigan siendo aulas abiertas. La educación del siglo XXI necesita incluir la cultura popular y el lenguaje de las juventudes para construir aprendizajes verdaderamente significativos. Cuando los docentes y los artistas trabajan juntos, la ciudad se convierte en un gran libro, y cada muro, en una lección viva. El arte urbano no solo embellece los espacios: los transforma en lugares de aprendizaje, memoria y encuentro. Las ciudades africanas y latinoamericanas, con su energía cultural y su diversidad, están demostrando que la educación puede surgir también desde la calle, desde la voz de los jóvenes y desde la pintura que se seca al sol. Porque, al final, enseñar también puede significar invitar a mirar con otros ojos el paisaje cotidiano