Por: Maximiliano Catalisano
Entre el bullicio de los recreos y el ritmo habitual de las clases, las huertas escolares florecen como espacios de descubrimiento, encuentro y aprendizaje profundo. No son solo parcelas de tierra: son aulas vivas donde la paciencia, la observación y el trabajo compartido se transforman en valores educativos. En un contexto en el que las escuelas buscan cada vez más conectar los saberes con la vida real, las huertas aparecen como un puente entre el conocimiento y la experiencia. No se trata solo de cultivar verduras, sino de sembrar curiosidad, compromiso y conciencia ambiental en cada estudiante.
Las huertas escolares despiertan el interés por aprender desde una experiencia concreta, permitiendo que los alumnos participen activamente en todas las etapas del proceso: preparar la tierra, sembrar, cuidar, observar el crecimiento y cosechar. Esa participación directa refuerza la comprensión de contenidos curriculares vinculados a las ciencias naturales, la matemática y la tecnología, pero también promueve valores como la responsabilidad y el trabajo en grupo. Cada planta que crece se convierte en un testimonio del esfuerzo compartido y del aprendizaje sostenido a lo largo del tiempo.
En muchos casos, las huertas escolares se convierten en proyectos institucionales que integran distintas áreas del conocimiento. Por ejemplo, desde lengua se pueden registrar observaciones o escribir diarios de campo; desde arte se diseñan carteles o maquetas sobre el ecosistema del huerto; desde matemática se calculan proporciones, medidas o estadísticas sobre la producción. Esta transversalidad permite que los estudiantes comprendan que el conocimiento no está fragmentado, sino que se entrelaza para resolver situaciones reales. La huerta, en ese sentido, es un escenario educativo que invita a pensar, crear y construir saberes de manera colectiva.
Además del aprendizaje académico, las huertas escolares favorecen el desarrollo de una conciencia ambiental que se vuelve cada vez más necesaria. Al estar en contacto con la naturaleza, los alumnos entienden de manera práctica la importancia del cuidado del agua, del suelo y de los recursos naturales. El simple acto de observar cómo una semilla germina les enseña sobre los ciclos de la vida y la interdependencia de los seres vivos. Estas experiencias generan una sensibilidad ambiental difícil de alcanzar desde el aula tradicional. En un mundo marcado por el consumo y la rapidez, la huerta enseña a detenerse, cuidar y valorar los procesos.
Otro aspecto relevante es el impacto social que puede tener una huerta escolar. Muchas instituciones logran articular su proyecto con las familias y la comunidad, creando redes de colaboración que fortalecen los lazos entre escuela y entorno. Las familias participan aportando semillas, herramientas o conocimientos sobre cultivo, lo que transforma el espacio educativo en un proyecto común. De esta manera, la huerta también se convierte en un punto de encuentro donde se promueven el diálogo, la cooperación y la participación activa. Cuando los estudiantes llevan a sus hogares lo aprendido y comparten los productos cosechados, se genera un vínculo emocional que trasciende la escuela.
Desde una perspectiva pedagógica, las huertas son laboratorios vivos para la educación en valores. Fomentan la paciencia, la perseverancia y la capacidad de espera, cualidades fundamentales en un tiempo en que la inmediatez parece dominarlo todo. También estimulan la creatividad y la resolución de problemas, ya que el trabajo con la naturaleza exige adaptarse a imprevistos, aprender de los errores y buscar soluciones colectivas. Cada experiencia en la huerta es una oportunidad para reflexionar sobre la relación entre el ser humano y su entorno, sobre el valor del esfuerzo y la satisfacción de ver resultados que nacen del propio trabajo.
Los docentes que impulsan estos proyectos destacan el entusiasmo de los alumnos, especialmente de aquellos que suelen mostrarse más distantes de los aprendizajes teóricos. La huerta ofrece un espacio distinto, donde cada uno puede encontrar su forma de participar y sentirse parte del proceso. No hay una única manera de aprender en el huerto: algunos observan, otros registran, otros construyen, todos aportan. Ese sentido de pertenencia y colaboración fortalece la convivencia escolar y el clima institucional. Además, las actividades en la huerta estimulan la motricidad, la coordinación y el contacto con el aire libre, aspectos que contribuyen al bienestar físico y emocional de los estudiantes.
El trabajo en la huerta también favorece el desarrollo de competencias clave para la vida. Los alumnos aprenden a planificar, organizar tareas, gestionar tiempos y recursos, y tomar decisiones en conjunto. Estas experiencias, trasladadas a otros ámbitos, los preparan para asumir responsabilidades y desenvolverse con autonomía. Así, el aprendizaje que se cultiva entre plantas se transforma en una herramienta para la formación integral, donde el conocimiento se une con la experiencia, la emoción y la acción.
Implementar una huerta escolar no requiere grandes inversiones, pero sí una visión educativa que valore el aprendizaje vivencial. Un pequeño espacio verde, algunas herramientas básicas y el compromiso del equipo docente son suficientes para iniciar un proyecto transformador. Lo importante es mantener la continuidad y aprovechar cada etapa como oportunidad de enseñanza. En muchos casos, las huertas se integran a proyectos de alimentación saludable o programas de sostenibilidad, ampliando su impacto dentro de la comunidad educativa.
En definitiva, las huertas escolares son una forma maravillosa de conectar la educación con la vida, de enseñar a través del hacer, y de demostrar que los aprendizajes más profundos surgen del contacto directo con la realidad. Cada semilla sembrada en la escuela representa una lección sobre el valor del cuidado, la colaboración y la esperanza. Porque cuando una comunidad educativa decide cultivar, no solo está cosechando alimentos: está cultivando conciencia, respeto y futuro.