Por: Maximiliano Catalisano

En muchas aulas, todavía se sostiene la idea de que todos los estudiantes aspiran a ser “buenos alumnos”: responsables, atentos, participativos, con calificaciones altas y conductas ejemplares. Sin embargo, la realidad actual nos muestra un panorama más complejo: hay quienes no solo no buscan ese reconocimiento, sino que incluso evitan encajar en ese perfil. Esto desconcierta a docentes y familias, que se preguntan qué está ocurriendo para que la aspiración tradicional de destacarse positivamente se transforme, para algunos, en algo poco deseable o incluso incómodo. Detrás de esta resistencia hay una combinación de factores sociales, emocionales, culturales y escolares que vale la pena entender para actuar con mayor sensibilidad y estrategia.

El concepto de “buen alumno” ha cambiado con el tiempo. Antes, estaba asociado a la obediencia, el respeto a la autoridad y el cumplimiento de reglas sin cuestionamientos. Hoy, los adolescentes y jóvenes conviven en un contexto que valora la autenticidad, la autonomía y la construcción de una identidad propia, muchas veces en contraposición a lo que se considera tradicional. Esto hace que algunos estudiantes asocien la etiqueta de “buen alumno” con una imagen rígida, poco atractiva o que no encaja con su personalidad o con el grupo social al que desean pertenecer.

La presión social es uno de los factores más determinantes. En ciertas dinámicas escolares, destacarse académicamente puede generar burlas, aislamiento o la percepción de ser “distinto” del resto. Algunos estudiantes temen que ser vistos como aplicados les reste popularidad o los exponga a críticas. En este escenario, es más seguro pasar desapercibido o incluso adoptar conductas que alejen la etiqueta de “buen alumno” para preservar la integración grupal.

También influye la percepción de recompensa y esfuerzo. Si un estudiante siente que, por más dedicación que ponga, no obtiene un reconocimiento justo o que las expectativas son inalcanzables, es probable que pierda motivación. En esos casos, la figura del “buen alumno” se convierte en un rol que requiere un sacrificio que no siempre parece tener sentido, especialmente si las recompensas se perciben como frías o automáticas, sin un componente emocional que valide el esfuerzo.

No podemos ignorar el impacto de las experiencias previas. Un alumno que en su trayectoria escolar haya recibido críticas constantes, comparaciones o etiquetas negativas, puede llegar a rechazar de plano cualquier rol asociado a la aprobación escolar. Para estos estudiantes, la idea de “portarse bien” o “cumplir con todo” no es sinónimo de orgullo, sino un recuerdo de frustración y desvalorización. En su mente, la etiqueta positiva no es algo a conquistar, sino algo que pertenece a “otros”.

El entorno familiar y cultural también modela esta postura. Hay familias que transmiten valores muy distintos a los que la escuela prioriza. En algunos casos, se prioriza la experiencia práctica, la independencia económica temprana o habilidades sociales por sobre los logros académicos. En otros, la presión para rendir en la escuela es tan alta que genera un efecto rebote: el estudiante decide no cumplir con las expectativas como forma de preservar su autoestima o marcar su autonomía.

El propio sistema educativo a veces alimenta esta resistencia sin proponérselo. Cuando las normas, los contenidos o las evaluaciones se perciben como distantes de la realidad cotidiana del alumno, la figura del “buen alumno” se vincula con alguien que acepta sin cuestionar, lo que choca con una generación acostumbrada a la participación y la opinión. Esto no significa que los estudiantes no valoren aprender, sino que rechazan un modelo que no los representa o que sienten que no les permite expresarse.

Entonces, ¿cómo acompañar a estos estudiantes? El primer paso es comprender que no se trata de falta de interés o de apatía pura, sino de un choque entre expectativas y realidades. Escuchar activamente, dar espacios de participación y ofrecer alternativas para demostrar compromiso más allá de las calificaciones puede ayudar a reconstruir la motivación. Un alumno puede no querer ser “el primero de la clase” pero sí involucrarse en un proyecto escolar, aportar en actividades solidarias o desarrollar habilidades creativas que no siempre se ven reflejadas en los boletines.

Es fundamental también trabajar en la imagen social del “buen alumno”. Si se asocia únicamente con sumisión o perfección, será una etiqueta que muchos evitarán. En cambio, si se redefine como alguien que se compromete con su propio aprendizaje, que aporta ideas, que sabe colaborar y que mantiene su autenticidad, será más fácil que los estudiantes se identifiquen. La escuela tiene un papel clave en mostrar que se puede ser buen alumno de muchas maneras, con estilos y personalidades diferentes.

La conversación con las familias es otra pieza clave. Ayudarlas a entender que no todos los logros se miden con promedios altos y que cada estudiante puede encontrar su forma de destacarse sin perder su esencia es un mensaje que disminuye la presión y abre caminos más sanos para el desarrollo personal. De este modo, se crea un entorno más propicio para que el alumno quiera participar activamente, aunque no sea en los términos tradicionales.

Cuando un estudiante rechaza ser “buen alumno” no necesariamente está rechazando aprender o crecer. Muchas veces está diciendo que no quiere ajustarse a un molde que no siente propio. Escuchar ese mensaje, comprender sus motivos y abrir el abanico de posibilidades para que encuentre su lugar en la comunidad escolar es una de las tareas más importantes para docentes y familias. Así, la etiqueta deja de ser un uniforme incómodo y pasa a ser una prenda hecha a medida, en la que cada uno puede reconocerse sin perder su identidad.