Por: Maximiliano Catalisano
En muchas ciudades, barrios y pueblos, hay más de una escuela en una misma zona. Algunas son públicas, otras privadas, algunas con orientación técnica, otras con propuestas artísticas o comunitarias. Hasta ahí, todo parece una oportunidad para que las familias elijan. Pero detrás de esa supuesta variedad, muchas veces aparece un fenómeno que afecta la vida escolar en profundidad: la competencia entre instituciones. Directivos que se sienten presionados a “mostrar resultados”, docentes que comparan recursos, familias que circulan entre escuelas buscando “lo mejor”. En ese escenario, se abre una pregunta incómoda: ¿qué le pasa a la escuela cuando deja de mirarse a sí misma y empieza a mirarse con las otras, como en una carrera?
Cuando la escuela entra en el mercado
Durante años, las instituciones escolares se pensaron como espacios públicos —incluso las privadas— dedicados a una función social clara: educar. Pero desde hace algunas décadas, empezaron a incorporarse lógicas de competencia propias del mundo empresarial. Rankings, campañas de matrícula, redes sociales que muestran eventos, obras edilicias, premios y actividades especiales. Algunas de esas prácticas buscan comunicar lo que se hace, lo cual puede ser valioso. El problema aparece cuando se convierte en una disputa por captar matrícula. Ahí, la escuela deja de ser una comunidad y pasa a ser una marca que tiene que destacarse por sobre las demás. Y eso cambia la manera en que se toman muchas decisiones.
La lógica del mérito y la exclusividad
Una consecuencia directa de esta competencia entre escuelas es la construcción de cierta idea de prestigio. Algunas instituciones buscan diferenciarse con criterios que priorizan el rendimiento académico, la conducta, la imagen institucional. En ese camino, se empieza a seleccionar a quién se incluye y a quién no. Se construyen perfiles ideales de estudiantes y familias. Y se generan mecanismos —a veces explícitos, a veces más sutiles— de admisión y permanencia. Así, lejos de atender a todos por igual, algunas escuelas se blindan frente a los desafíos sociales que enfrentan otras. Esto no solo profundiza las diferencias entre instituciones, sino que fragmenta el sistema educativo en compartimentos que rara vez se cruzan.
La competencia también se vive entre docentes
Cuando las instituciones compiten por destacar, muchas veces esa presión baja al interior de los equipos. Aparecen comparaciones sobre quién organiza más actos, quién tiene mejor control del aula, quién logra que su grupo obtenga mejores calificaciones. En lugar de fomentar el trabajo colaborativo, estas miradas generan malestar, sospecha, aislamiento. El docente deja de pensar en lo pedagógico y empieza a pensar en rendir. Esto afecta directamente los vínculos, la creatividad y la posibilidad de ensayar prácticas nuevas sin miedo a ser evaluado por colegas o directivos. La escuela deja de ser un espacio de construcción colectiva para convertirse en un escenario de visibilidad individual.
Las familias como público objetivo
Otro aspecto delicado de la competencia entre escuelas es el modo en que se dirigen a las familias. Se diseñan folletos, se publican imágenes idealizadas, se destacan logros sin contar los desafíos. Muchas veces se ocultan conflictos o realidades complejas para no espantar posibles inscripciones. Algunas instituciones incluso desarrollan estrategias para retener a las familias, generando una atención personalizada que, si no está sostenida por una propuesta pedagógica sólida, se transforma en marketing. En este modelo, las familias dejan de ser parte de la comunidad educativa y pasan a ocupar el lugar de clientes. Esto altera la lógica del vínculo, pone exigencias desmedidas a los docentes y debilita el sentido del proyecto escolar.
Cuando competir impide compartir
Una de las consecuencias más graves de esta dinámica es la pérdida de espacios de colaboración entre instituciones. En lugar de generar redes para resolver problemas comunes, se tiende a ocultar debilidades para no quedar mal frente a otras escuelas. Así, se pierden oportunidades valiosas para pensar en conjunto políticas de inclusión, convivencia, participación. Las experiencias que sí logran articularse entre escuelas, generalmente lo hacen a pesar de la competencia, no gracias a ella. Y sin esa mirada compartida, se vuelve difícil construir un sistema educativo que ofrezca respuestas más amplias y sostenidas a los desafíos actuales.
Volver a pensarse como parte de una red
Las escuelas no están solas. No compiten realmente. Forman parte de un mismo entramado que debería orientarse a garantizar experiencias de aprendizaje profundas, significativas y sostenibles para todos los estudiantes. En lugar de competir, deberían compartir prácticas, sumar saberes, abrir espacios de encuentro. Esto no significa que todas tengan que ser iguales. Al contrario: la diversidad institucional es valiosa si se construye sobre la base de la cooperación, no del aislamiento. Es momento de dejar de mirar al costado para ver qué hace el otro, y volver a mirar hacia dentro para preguntarnos qué sentido tiene lo que hacemos, para quiénes lo hacemos y con quiénes queremos caminar.