Por: Maximiliano Catalisano
En muchas escuelas, la tecnología llegó con la promesa de abrir puertas, facilitar el acceso a la información y acercar a los estudiantes a nuevas formas de aprender. Sin embargo, no siempre cumple ese rol esperado. Hay momentos en los que, lejos de ser una aliada, se convierte en un obstáculo. Tablets que capturan más atención con juegos que con aplicaciones educativas, celulares que interrumpen el ritmo de la clase con notificaciones constantes o incluso plataformas digitales que generan frustración por su complejidad, son escenas cada vez más habituales. Este fenómeno plantea un desafío profundo: ¿cómo aprovechar los beneficios de la tecnología sin que se convierta en un factor de dispersión?
La distracción digital no es un problema menor. Los estudiantes, acostumbrados a un flujo de estímulos rápidos e inmediatos, muchas veces encuentran difícil sostener la concentración cuando una pantalla les ofrece alternativas más atractivas que el contenido que el docente intenta transmitir. La inmediatez y la constante novedad del entorno virtual pueden hacer que el aprendizaje se perciba como algo más lento y menos interesante. El aula, en lugar de ser un espacio de exploración y construcción de conocimiento, corre el riesgo de transformarse en un lugar de batalla constante contra la atención fragmentada.
Pero no se trata de demonizar la tecnología ni de pretender dar marcha atrás. El problema no está en la herramienta, sino en el modo en que se la incorpora. Cuando un recurso digital no está pensado con una intención pedagógica clara, suele generar ruido más que aprendizaje. A veces, un exceso de aplicaciones o actividades digitales en una misma clase termina generando el efecto contrario al buscado: confusión, cansancio e incluso desinterés. La saturación tecnológica puede ser tan contraproducente como la ausencia de recursos.
Otro aspecto clave es la falta de acompañamiento en el uso. No alcanza con entregar dispositivos o habilitar plataformas: los estudiantes necesitan orientación sobre cómo utilizarlos en función del aprendizaje y no solo para el entretenimiento. De lo contrario, la pantalla se convierte en un terreno en el que domina la distracción. En muchos casos, los mismos alumnos son conscientes de esta dificultad: reconocen que terminan perdiendo tiempo o desviándose del objetivo inicial, pero aun así les cuesta resistir la tentación.
También influye el rol de los docentes. Cuando la tecnología se utiliza solo como un reemplazo de prácticas tradicionales, sin un cambio en la forma de enseñar, es probable que los estudiantes la perciban como algo secundario o, peor aún, irrelevante. En cambio, cuando se integra con creatividad, conectando los contenidos con la realidad de los jóvenes y utilizando las herramientas digitales como medios de exploración, investigación y producción, el escenario cambia. La clave está en dar un sentido claro a cada recurso tecnológico.
Además, no todas las distracciones son visibles. Un alumno con la mirada fija en la pantalla puede parecer concentrado, pero quizá está navegando por sitios que nada tienen que ver con la clase. Esta “atención aparente” puede engañar al docente y dejar pasar oportunidades de intervención. Por eso, es importante generar dinámicas de aula donde la tecnología no se use de manera aislada, sino integrada con la interacción, el debate y la reflexión compartida.
El desafío, entonces, no es prohibir ni permitir sin condiciones, sino encontrar un equilibrio. La tecnología puede ser una puerta a aprendizajes profundos, siempre que esté acompañada de un marco claro de uso. Establecer momentos para trabajar con dispositivos y otros para trabajar sin ellos, fomentar la creación en lugar de solo el consumo de información y ayudar a los estudiantes a desarrollar un criterio propio para gestionar su atención son pasos fundamentales.
En última instancia, lo que está en juego no es solo el rendimiento académico, sino la capacidad de los jóvenes para convivir con la tecnología de manera consciente. Prepararlos para que aprendan a distinguir entre lo que suma y lo que distrae es una tarea que va mucho más allá del aula: es darles herramientas para la vida cotidiana, donde la tentación digital estará siempre presente.
La tecnología seguirá ocupando un lugar cada vez más grande en las escuelas, pero la pregunta central es cómo lograr que ese lugar sea productivo y no un terreno de dispersión. Reconocer el riesgo de la distracción no implica renunciar a la innovación, sino animarse a pensar estrategias para que las pantallas no opaquen el verdadero objetivo: aprender, crecer y desarrollar un pensamiento crítico que les permita elegir, en cada momento, dónde poner su atención.