Por: Maximiliano Catalisano

Hay aprendizajes que no caben en un cuaderno ni en un boletín. Hay conocimientos que no se enseñan en el aula, pero que se respiran en la calle, en la plaza, en una charla con alguien distinto, en una experiencia fuera del marco habitual. La escuela, durante años, se pensó como un mundo cerrado: un lugar donde se entra para dejar afuera lo demás. Pero esa idea ya no alcanza. Las aulas necesitan abrir las ventanas para dejar entrar lo que sucede más allá de sus muros. La pregunta no es si el mundo puede entrar en la escuela, sino cuánto puede aprender la escuela si se anima a escuchar lo que pasa fuera de ella.

Los saberes que no vienen con manual

En la vida cotidiana, los estudiantes se enfrentan a realidades que muchas veces no se abordan en el aula. Situaciones de convivencia, desafíos emocionales, decisiones que involucran valores, vínculos, tensiones sociales. Ningún manual puede reemplazar la experiencia viva que sucede cuando alguien tiene que resolver un problema real o participar de una acción colectiva. El mundo ofrece escenarios complejos y ricos, que pueden alimentar propuestas escolares más cercanas a lo que los chicos viven, sienten y necesitan.

Una escuela que se anima a mirar hacia afuera puede descubrir que hay aprendizajes fundamentales en lo que sucede fuera del aula. Aprender a participar en una asamblea barrial, a interpretar lo que pasa en un noticiero, a reconocer una injusticia o a acompañar a alguien en un momento difícil también forma parte de una formación integral.

Aprender a mirar desde otros lugares

Cuando la escuela sale de sí misma, se expone a otras formas de pensar, de vivir, de entender el conocimiento. Puede encontrarse con saberes ancestrales, con oficios, con historias que no figuran en los libros, con costumbres que no coinciden con lo que enseñan los contenidos tradicionales. Y eso no debería asustar. Al contrario: es una oportunidad para pensar en un currículum más vivo, más conectado con la diversidad de realidades que conviven en una comunidad.

También puede permitir que los propios estudiantes sean portadores de conocimiento. Lo que aprenden en sus casas, en sus barrios, en sus juegos, en sus trabajos, en sus recorridos por fuera de la escuela puede convertirse en contenido si hay una institución dispuesta a escucharlo.

Cuando lo que pasa afuera enriquece el aula

Los proyectos que vinculan a la escuela con el entorno suelen ser los más recordados por los estudiantes. Salidas didácticas, entrevistas con vecinos, investigaciones sobre temas del barrio, trabajos colaborativos con otras instituciones, participación en espacios culturales o deportivos. Todo eso genera un tipo de aprendizaje que trasciende lo teórico, que pone en juego lo aprendido en contextos reales, que exige reflexión, adaptación y pensamiento crítico.

Este tipo de experiencias no solo despiertan interés, también ayudan a fortalecer el sentido de pertenencia, a descubrir intereses propios y a encontrar conexiones entre los saberes escolares y la vida cotidiana. En lugar de pensar en el mundo como una amenaza a la tarea educativa, es tiempo de pensarlo como un aliado.

Escuchar lo que pasa más allá del aula

Hay cosas que la escuela no puede ignorar. Lo que pasa en las redes, lo que preocupa a los adolescentes, las discusiones sociales, los cambios culturales, las formas de expresión que están fuera del canon. En lugar de cerrarse o de mirar con desconfianza lo nuevo, la escuela puede preguntarse qué tiene para ofrecer frente a esos cambios, pero también qué puede aprender.

Los jóvenes manejan códigos, lenguajes, tecnologías y referencias culturales que muchas veces no coinciden con los que la escuela conoce. Y eso puede ser una fuente de conflicto o de posibilidad. Si se valida ese saber, si se genera un diálogo real entre lo escolar y lo social, si se reconoce que nadie lo sabe todo, entonces se abre un camino más interesante.

Volver a vincular lo que se aprende con lo que se vive

Uno de los desafíos más urgentes es que la escuela vuelva a tener sentido para quienes la habitan. Cuando lo que se enseña se percibe como lejano, como una obligación sin conexión con lo real, el desinterés crece. Pero cuando los temas se vinculan con lo que pasa en el mundo, con lo que preocupa, interpela o emociona, la respuesta cambia.

Por eso, pensar una escuela que se deje atravesar por lo que sucede afuera no es una moda, es una necesidad. No se trata de reemplazar contenidos, sino de resignificarlos. No se trata de “dejar hacer”, sino de construir una propuesta pedagógica que se atreva a incorporar lo nuevo, lo inesperado, lo que viene de otros mundos y puede enriquecer el propio.

Una escuela que aprende del mundo puede transformarse en un lugar más humano, más abierto, más preparado para acompañar a quienes están creciendo en un tiempo complejo. Porque enseñar también es estar dispuesto a aprender, y a veces, el mejor maestro está del otro lado de la puerta.