Por: Maximiliano Catalisano

En una época en la que los estímulos digitales invaden cada minuto de la vida, las aulas se han convertido en escenarios donde la concentración es cada vez más difícil de sostener. El sonido constante de notificaciones, la multiplicidad de pantallas y la necesidad permanente de gratificación inmediata no se quedan en casa: llegan al espacio escolar y modifican la manera en que los estudiantes aprenden, participan y se relacionan. Lo que antes podía ser un ambiente focalizado en un contenido y una voz docente, hoy se mezcla con distracciones que, aunque invisibles a simple vista, alteran el ritmo de las clases y la atención de los chicos. Comprender cómo la sobreestimulación digital impacta en el aula no es solo una cuestión de actualidad, sino una necesidad para quienes buscan sostener un aprendizaje profundo en un mundo hiperconectado.

La sobreestimulación digital no se trata solamente de pasar mucho tiempo frente a pantallas, sino de la intensidad y la velocidad con la que se recibe información. Los estudiantes de hoy están acostumbrados a saltar de un contenido a otro en segundos: un video de pocos segundos en redes, un mensaje de chat, una canción en segundo plano, todo coexistiendo al mismo tiempo. Este patrón de consumo de información condiciona su capacidad de sostener la atención en una tarea única por un tiempo prolongado. En el aula, esto se traduce en miradas que se pierden, interrupciones frecuentes y una necesidad constante de novedad para mantener el interés.

El efecto más visible de esta sobreestimulación es la disminución de la atención sostenida. Las clases que requieren un desarrollo paulatino, como la lectura de textos extensos, la resolución de problemas matemáticos complejos o la participación en debates profundos, se ven interrumpidas por la impaciencia de los alumnos. No es que no tengan interés, sino que su mente ha sido entrenada para esperar recompensas rápidas y cambios constantes de estímulo. Este fenómeno se observa tanto en la educación primaria como en la secundaria, y plantea un desafío para la planificación de las actividades escolares.

Otro aspecto menos evidente, pero igualmente importante, es el impacto en la memoria. Cuando el cerebro recibe demasiados estímulos en poco tiempo, la información compite por espacio y prioridad. Esto hace que gran parte de lo aprendido en clase se desvanezca rápidamente si no se refuerza o se conecta con experiencias significativas. Por eso, los docentes suelen notar que, aunque un tema se haya explicado de forma clara y completa, al día siguiente algunos alumnos parecen recordarlo de manera fragmentada o confusa.

A nivel emocional, la sobreestimulación también genera un estado de alerta constante que puede aumentar el estrés y la ansiedad en los estudiantes. Las aulas que antes eran espacios relativamente tranquilos, hoy están marcadas por la expectativa de recibir “algo nuevo” a cada momento. Esto puede hacer que, incluso cuando no haya un estímulo digital presente, el alumno sienta la necesidad de buscarlo, revisando su teléfono o distrayéndose con cualquier movimiento o sonido a su alrededor.

Frente a este escenario, las estrategias para contrarrestar la sobreestimulación digital no pueden basarse únicamente en prohibir dispositivos o limitar su uso. Es necesario enseñar a los estudiantes a gestionar su atención y a comprender cómo funciona su propio cerebro frente a la avalancha de información. Actividades que promuevan la concentración profunda, como la lectura en silencio, la escritura reflexiva o el trabajo manual, pueden funcionar como “entrenamiento” para recuperar la capacidad de focalizarse.

Otra vía es integrar la tecnología de forma consciente en las clases, aprovechando las herramientas digitales pero en un contexto que fomente la participación activa y la reflexión. Por ejemplo, en lugar de presentar un contenido audiovisual de manera pasiva, se puede pedir a los estudiantes que lo analicen, comparen o vinculen con conocimientos previos. Así, la tecnología deja de ser solo un estímulo más y se convierte en un medio para pensar y crear.

También es fundamental que la comunidad educativa, incluyendo a las familias, participe en la conversación sobre la sobreestimulación digital. El hábito de estar permanentemente conectado no se origina en la escuela, pero sí impacta en su dinámica diaria. Por eso, coordinar mensajes y estrategias entre el hogar y la institución puede ayudar a que los estudiantes encuentren un equilibrio más saludable entre el mundo digital y el aprendizaje presencial.

En definitiva, el desafío no es eliminar la tecnología de las aulas, sino aprender a convivir con ella de manera consciente y moderada. La sobreestimulación digital es un fenómeno que llegó para quedarse, y su impacto en el aula seguirá evolucionando. Sin embargo, con una mirada atenta y estrategias bien pensadas, es posible recuperar espacios de atención plena y aprendizaje profundo, incluso en un mundo donde los estímulos parecen no tener fin.