Por: Maximiliano Catalisano

En un mundo donde muchas veces se normaliza lo injusto y se silencia lo importante, conocer los derechos humanos no es solo un contenido escolar más: es una herramienta que empodera, que da voz, que permite mirar la realidad con ojos atentos y postura activa. Para las y los estudiantes, esto cobra aún más sentido. Desde temprana edad, entender qué es un derecho, cómo se garantiza, cómo se vulnera y qué hacer frente a ello, puede marcar la diferencia en la forma en que se vinculan con sus compañeros, su entorno y consigo mismos. Esta nota busca recuperar ese valor: el de enseñar los derechos no como un listado que se memoriza, sino como una forma concreta de promover respeto, conciencia y participación.

Los derechos humanos son universales, indivisibles e inalienables. Esto significa que se aplican a todas las personas sin distinción alguna, que no se pueden fragmentar ni condicionar, y que no dependen de las circunstancias. Pero más allá de esa definición general, ¿qué derechos concretos debería conocer un estudiante en su paso por la escuela secundaria?

El derecho a la identidad es uno de los pilares fundamentales. Saber que todas las personas tienen derecho a un nombre, una nacionalidad, una cultura, una historia, es también reconocer la diversidad dentro del aula. Cuando los y las adolescentes comprenden que su identidad debe ser respetada y que también deben respetar la de otros, se abren puertas para la convivencia, el diálogo y la aceptación. Este derecho también se relaciona con el acceso a la información sobre su propia historia familiar, lo que toma especial relevancia en países como Argentina, donde el derecho a la identidad ha sido bandera de organismos como Abuelas de Plaza de Mayo.

El derecho a la educación es otro de los ejes que no puede faltar en el recorrido escolar. Muchas veces se da por sentado que ir a la escuela es una obligación, cuando en realidad es un derecho. Y no cualquier educación, sino una que sea respetuosa, de calidad, que forme en pensamiento crítico y que brinde herramientas para desenvolverse en la vida social, laboral y emocional. Conocer este derecho también permite denunciar cuando se vulnera: cuando hay discriminación, cuando no se escuchan las voces estudiantiles, cuando se obstaculiza el aprendizaje por falta de recursos.

También es importante abordar el derecho a la libertad de expresión. Poder hablar, opinar, disentir sin miedo es algo que se aprende y se cultiva. Este derecho no solo se vincula con la palabra oral o escrita, sino también con la expresión artística, corporal, cultural. La escuela debería ser un espacio donde todas las voces puedan circular, donde los y las estudiantes puedan compartir ideas, proyectos y preocupaciones sin temor a represalias ni burlas.

El derecho a la salud incluye tanto el aspecto físico como el mental. Entenderlo desde esta mirada más integral permite hablar de autocuidado, de salud emocional, de vínculos sanos, de alimentación, de acceso a atención médica, de sexualidad, de prevención. Es necesario que las y los adolescentes puedan identificar cuándo su salud está en riesgo y sepan a dónde recurrir. En este sentido, los gabinetes escolares, los equipos de orientación y los espacios de escucha deben ser visibilizados como garantes de este derecho.

El derecho a vivir sin violencia es otro tema clave para tratar en el aula. La violencia no se reduce a golpes: también puede ser verbal, simbólica, psicológica, institucional. Reconocer las distintas formas de violencia y cómo enfrentarlas es un paso imprescindible para construir entornos más sanos. La Ley de Educación Sexual Integral, por ejemplo, ha permitido trabajar estas temáticas desde la infancia, pero aún queda mucho camino por recorrer para que todos los actores educativos asuman el compromiso de abordarlas con seriedad y continuidad.

Otro aspecto fundamental es el derecho a participar. Muchas veces los jóvenes sienten que sus opiniones no cuentan o que no tienen espacios reales para ser escuchados. Sin embargo, la Convención sobre los Derechos del Niño establece claramente que los niños, niñas y adolescentes tienen derecho a opinar y a que su opinión sea tenida en cuenta en los asuntos que los afectan. Promover la participación estudiantil no solo fortalece la democracia dentro de la escuela, sino que también permite que los y las jóvenes desarrollen habilidades para intervenir activamente en la sociedad.

Conocer estos derechos también implica entender qué hacer cuando no se cumplen. Saber que existen organismos, instituciones, defensores y protocolos para denunciar vulneraciones es clave. Pero también lo es saber que, desde el aula, desde una conversación, desde un acto escolar o una jornada especial, se pueden encender preguntas, dudas, debates. No hace falta esperar a que algo grave ocurra para hablar de derechos: el momento de abordarlos es ahora.

Para que este conocimiento sea significativo, debe estar acompañado de propuestas pedagógicas que permitan vivenciar los derechos. Juegos de rol, dramatizaciones, análisis de noticias, trabajo con material audiovisual, participación en proyectos solidarios o de intervención comunitaria, son solo algunas de las formas en las que se puede enseñar derechos humanos de manera cercana, activa y comprometida.

El desafío no está solo en que los alumnos recuerden qué dice cada artículo, sino en que sientan que esos derechos los atraviesan todos los días. Que puedan identificarlos en su realidad, defenderlos cuando sea necesario y, sobre todo, convertirse en sujetos que también respeten los derechos de los demás.

Enseñar derechos humanos en la escuela no es un agregado, es una responsabilidad. Pero, sobre todo, es una oportunidad para formar personas más empáticas, más informadas, más libres. Una escuela que educa en derechos es una escuela que deja huella.