Por: Maximiliano Catalisano
Durante años, la escuela se sostuvo en una lógica de premios y castigos. Quien hacía la tarea recibía una buena nota, quien no, se enfrentaba a sanciones. Se premiaba el silencio, la prolijidad, la conducta. Se castigaban las distracciones, los errores, las emociones que incomodaban. Pero algo empezó a cambiar. Hoy muchas voces se preguntan si ese esquema sigue teniendo sentido. ¿Es posible enseñar sin recurrir al miedo ni a la recompensa? ¿Cómo se construye un aula donde el motor del aprendizaje no sea el temor ni el deseo de agradar, sino la curiosidad, la responsabilidad y el deseo genuino de aprender?
La lógica del control
Premios y castigos son dos caras de la misma moneda: control. Funcionan en tanto se espera que el alumno haga algo porque obtendrá un beneficio o evitará un malestar. Pero, ¿qué pasa cuando desaparece el premio o el castigo? Muchas veces, también desaparece la conducta deseada. Eso demuestra que el aprendizaje no se internalizó, que no se incorporó un sentido personal, que se hizo por obligación. A largo plazo, ese esquema debilita la autonomía y empobrece el vínculo con el saber.
El deseo como motor
Una de las tareas más complejas —pero también más hermosas— de enseñar es despertar el deseo. Que un estudiante quiera aprender, no porque “si no lo hace se lleva la materia”, sino porque siente que eso tiene sentido, lo interpela, le da herramientas para comprender el mundo. Esto no se logra con gritos ni con medallas. Se logra con preguntas, con escucha, con desafíos que tengan valor, con propuestas que conecten con la vida. No se trata de hacer todo “divertido”, sino de encontrar maneras de que el conocimiento se vuelva significativo.
La responsabilidad no se impone
Educar sin premios ni castigos no es “dejar hacer lo que quieran”. Es invitar a asumir responsabilidades. Y para eso, primero hay que confiar en los estudiantes. Hay que mostrarles que son capaces de pensar, de decidir, de asumir las consecuencias de sus actos sin necesidad de amenazas ni sobornos. Eso implica también revisar cómo nos vinculamos los adultos con las normas. Si las presentamos como mandatos externos, arbitrarios, se debilita su valor. Pero si las construimos junto con los alumnos, si explicamos su sentido, si damos lugar al debate, esas normas se vuelven acuerdos, no imposiciones.
Errores que enseñan
Cuando se educa desde el castigo, el error se convierte en una amenaza. Se busca evitarlo a toda costa, aunque eso implique no intentar nada nuevo. En cambio, si se cambia la mirada y se ve al error como una oportunidad de aprendizaje, se habilita otro vínculo con el saber. El aula se vuelve un espacio donde se puede ensayar, fallar, preguntar sin miedo. Donde nadie se ríe de otro por equivocarse, porque todos están en proceso. Eso también es enseñar: mostrar que no hay que tener todas las respuestas para poder aprender.
Reconocer sin premiar
Educar sin premios no significa no valorar lo que los estudiantes hacen bien. Significa que el reconocimiento no se convierte en un sistema de “puntos” ni se usa como moneda de intercambio. Un gesto sincero, una devolución que destaca un avance, una mirada que celebra un esfuerzo, vale más que un regalo o una nota perfecta. Cuando el reconocimiento viene cargado de verdad y no de cálculo, el estudiante lo recibe como algo que alimenta su autoestima, no como una herramienta de control.
Una escuela donde se puede confiar
La base de toda educación sin premios ni castigos es el vínculo. Un vínculo que no se construye desde el poder, sino desde la confianza. Que no se impone, sino que se teje día a día con coherencia, respeto y presencia. En esa escuela, el adulto no está para castigar ni para premiar, sino para acompañar. Para sostener, guiar, hacer preguntas, poner límites cuando hace falta, pero sin humillar ni manipular. Una escuela así no es ingenua: es valiente. Porque apuesta a lo mejor de cada persona, y no a lo que se puede obtener a cambio.