Por: Maximiliano Catalisano
El ingreso al jardín de infantes marca un antes y un después en la vida de un niño. Es el primer contacto con un espacio que trasciende la intimidad del hogar y donde comienza a interactuar con una comunidad más amplia. En este entorno, se construyen las primeras experiencias de convivencia, exploración y aprendizaje compartido, sentando las bases de la socialización y la participación en el público.
El jardín no solo es un espacio de juego y descubrimiento, sino también un ámbito donde se desarrollan habilidades esenciales para la vida en sociedad. Aprender a compartir, respetar turnos, resolver conflictos y expresar emociones son aprendizajes tan importantes como los primeros trazos o las canciones en ronda. En este sentido, la escuela infantil se convierte en un escenario clave donde los niños descubren que forman parte de un grupo y que sus acciones tienen impacto en los demás.
La construcción del sentido de pertenencias es otro aspecto fundamental. A través de rutinas, actividades en grupo y proyectos colectivos, los niños comienzan a comprender la importancia de las normas, el respeto por los acuerdos y la colaboración. Estas experiencias, vividas en un ambiente de afecto y contención, fortalecen la confianza en sí mismos y en los demás.
El rol de las familias y docentes en este proceso es central. Acompañar con paciencia, brindar seguridad y favorecer la participación activa en la vida escolar ayuda a que esta transición sea enriquecedora y disfrutable. Cuando la escuela y la familia trabajan en conjunto, los niños encuentran mayor estabilidad y una continuidad entre los valores aprendidos en casa y los que experimentan en la institución.
El jardín de infantes es mucho más que el primer escalón del sistema educativo. Es el punto de partida para la vida en comunidad, donde se aprende a ser parte de un colectivo ya reconocer que cada uno tiene un lugar en el entramado social.