Por: Maximiliano Catalisano

Hay algo que no se enseña en los manuales y que, sin embargo, tiene un impacto enorme en el día a día escolar: el clima del aula. Ese ambiente que se construye entre docentes y estudiantes puede marcar la diferencia entre una jornada tensa o una jornada productiva. Cuidarlo no requiere grandes acciones ni discursos solemnes. A veces, son los gestos cotidianos, las palabras elegidas, el tono de voz o la mirada que acompaña lo que transforma por completo una clase.

Una buena manera de comenzar es revisando nuestras rutinas. Saludar a cada estudiante al entrar, preguntar cómo están o simplemente mencionar algo positivo del día anterior ayuda a que se sientan reconocidos. Esta conexión inicial puede descomprimir tensiones y abrir la puerta al aprendizaje desde otro lugar.

También es importante generar espacios donde los chicos y chicas se sientan escuchados. No se trata de dedicar largos tiempos al diálogo, sino de habilitar momentos breves para expresar cómo se sienten o qué les pasa. Esto permite que las emociones no se acumulen y que el aula funcione también como un espacio de contención.

La organización del tiempo y del espacio también colabora. Tener consignas claras, rutinas predecibles y un ambiente cuidado reduce la ansiedad. Lo mismo ocurre cuando los acuerdos de convivencia son construidos colectivamente y revisados con frecuencia. La sensación de justicia cotidiana, del trato respetuoso, se vuelve más sólida cuando todos sienten que sus voces valen.

En las situaciones de conflicto, la intervención del docente es clave, pero no siempre tiene que ser punitiva. A veces alcanza con una charla breve, con ofrecer otra oportunidad o con invitar a pensar juntos cómo resolver un desacuerdo. Estas acciones fortalecen los vínculos sin generar temor, y enseñan modos más saludables de relacionarse.

El clima del aula no se cuida una sola vez. Es un trabajo diario, silencioso y muchas veces invisible, pero que se refleja en la forma en que los estudiantes participan, se expresan, se animan a preguntar o a equivocarse. Cuando hay confianza, respeto y alegría, el aprendizaje se da con más naturalidad.

No hace falta cambiar todo de golpe. Basta con empezar por algo pequeño y sostenerlo. Con el tiempo, esos gestos diarios se convierten en la base de una convivencia sana, donde todos se sienten parte.