Por: Maximiliano Catalisano

¿Alguna vez te preguntaste por qué algunas clases parecen olvidarse al poco tiempo y otras se quedan grabadas para siempre? ¿Por qué hay temas que los estudiantes incorporan casi sin esfuerzo y otros que les resultan imposibles de retener? Las respuestas no están solo en los métodos de estudio ni en la cantidad de horas dedicadas. La respuesta está en el cerebro. La neurociencia viene a transformar la mirada sobre cómo se aprende, qué necesita el cerebro para aprender mejor y cómo usar ese conocimiento dentro de la escuela.

Durante muchos años, la educación se basó en una idea bastante rígida del aprendizaje. Memorizar, repetir, rendir, aprobar. Pero el cerebro humano funciona de otra manera. Aprender no es solo acumular información, es un proceso complejo donde intervienen las emociones, los sentidos, los recuerdos, el cuerpo y las experiencias. Saber cómo funciona el cerebro permite diseñar propuestas escolares más humanas, más respetuosas de los tiempos de cada persona y, sobre todo, más efectivas para que los aprendizajes duren en el tiempo.

El cerebro no aprende igual cuando está estresado o aburrido que cuando está motivado, curioso o entusiasmado. El ambiente emocional es clave. Las emociones positivas, la sorpresa, el juego, los desafíos, la novedad o incluso el humor activan zonas cerebrales que favorecen la memoria y la comprensión. Por eso, una clase que emociona o que despierta curiosidad tiene muchas más posibilidades de ser recordada que una clase monótona o predecible.

Otro descubrimiento de la neurociencia es que el cerebro necesita hacer pausas. No se trata de estudiar sin parar durante horas, sino de alternar momentos de concentración con descansos breves que permitan reorganizar la información. El sueño también juega un papel fundamental. Mientras dormimos, el cerebro consolida lo aprendido durante el día. Descansar bien es tan importante como estudiar bien.

El movimiento también ayuda a aprender. No somos cerebros flotando en el aire, somos cuerpos que sienten, se mueven y experimentan. Por eso, las actividades que combinan cuerpo y mente, como el aprendizaje basado en experiencias, el trabajo colaborativo o las dinámicas lúdicas, permiten que el conocimiento se ancle de manera más profunda.

La neurociencia también explica que cada cerebro es único. No todos aprendemos igual, no todos necesitamos lo mismo, no todos seguimos el mismo ritmo. La diversidad no es un problema, es una característica natural del aprendizaje humano. Por eso, ofrecer diferentes formas de enseñar y distintas maneras de acercarse a un contenido permite que cada estudiante encuentre su mejor camino para aprender.

Comprender cómo funciona el cerebro al aprender no es un dato curioso reservado para especialistas. Es una oportunidad enorme para que las escuelas se animen a enseñar de otra manera. Diseñar clases que respeten los ritmos cerebrales, que generen emociones positivas, que despierten la curiosidad, que permitan moverse, equivocarse y crear, es apostar por una educación más cercana a la vida real y mucho más amigable con la manera en que las personas aprenden de verdad.

La neurociencia no viene a decir qué está bien o qué está mal en educación. Viene a ofrecer pistas, respuestas y preguntas que permiten revisar prácticas, pensar propuestas nuevas y, sobre todo, entender que aprender es un proceso vivo, humano y profundamente conectado con lo que sentimos y experimentamos.