Mientras los adultos estamos ocupados, niños y adolescentes enfrentan riesgos invisibles. ¿Cómo acompañarlos en la era digital y prevenir la violencia?
Por: Marta Bonserio
Últimamente, las noticias nos invaden con hechos de violencia escolar. En algunos casos, con consecuencias muy graves; en otros, se ha logrado intervenir a tiempo.
En Argentina, en los últimos días, escuchamos que un grupo de alumnos planificaba por WhatsApp cómo llevar a cabo una matanza en su escuela. Otro caso muy triste mostró a un preadolescente con heridas severas provocadas por tres compañeros que, sin estar en clase, ingresaron al patio escolar y lo golpearon brutalmente.
Y si miramos hacia atrás en el año, podríamos recordar aún más casos. Especialmente, situaciones de bullying, presentes en la mayoría de las escuelas.
Hoy está de «moda» la serie de Netflix Adolescencia, que muestra distintas variables que inciden en la vida de un joven que comete un homicidio. La serie nos enfrenta con una realidad cruda: el mundo de los preadolescentes y adolescentes, del que muchas veces ni siquiera sabemos de qué se trata. Códigos que desconocemos, el submundo de las redes sociales, juegos a los que son incentivados a participar, y formas de comunicarse que nos resultan ajenas como adultos.
Allí también se refleja una escuela donde los adultos no logran conectarse con los estudiantes ni comprender qué les está pasando.
Otra producción audiovisual que aborda un tema delicado es la serie Atrapados, que trata sobre el grooming: cómo algunos adultos se hacen pasar por menores para tender trampas y abusar de niños y niñas.
Somos una generación de adultos que, muchas veces, está tan ocupada en otros temas que no logra ver lo que realmente les sucede a nuestros hijos y estudiantes.
Mientras estamos distraídos con preocupaciones cotidianas, a nuestros hijos, nietos y alumnos les pasan cosas que ni siquiera imaginamos. Cuando un profesor me contó cómo niños y adolescentes quedan atrapados en la ludopatía, no salía de mi asombro.
Creo que, como familias y educadores, debemos mirarnos —y mirarlos— desde otro lugar, para intentar comprender este mundo que nos resulta tan ajeno.
No podemos dejarlos solos. Tenemos que interiorizarnos sobre lo que les sucede, lo que realmente les gusta, y sobre los peligros que los acechan cada día.
Hace poco leía cómo niños de apenas 10 años consumen pornografía, y cómo eso moldea sus pensamientos, instalando la idea de que el sexo es violento y que no requiere de la palabra ni de una relación auténtica entre personas.
Son muchos los temas que los bombardean diariamente, y eso nos interpela como adultos responsables. Tenemos que mirar con más profundidad: observar su cotidianeidad, sus relaciones, y no quedarnos solo con lo que nos muestran. Hay que mirar más allá.
Somos una generación que ha atravesado un cambio vertiginoso, y eso muchas veces nos dificulta adaptarnos a esta nueva realidad. No soy psicóloga, pero como educadora, estoy convencida de que esta velocidad con la que vivimos también nos impide ver con claridad cómo transitan niños y jóvenes su presente.
Tenemos que detenernos. Mirar a nuestro alrededor. Y, desde el rol que ocupamos, repensar cómo estamos acompañando la niñez y la juventud de quienes, de una u otra forma, están a nuestro cuidado.
Son tiempos de cambio. Tiempos de estar atentos. Tiempos en los que los adultos podemos —y debemos— acompañar a nuestros hijos y estudiantes en esta realidad, por momentos tan difícil, que les toca vivir.
Para hacerlo, necesitamos prepararnos, interiorizarnos, aprender a observar con atención y, sobre todo, acompañarlos desde un lugar genuino, desde el amor y la comprensión.