Por: Maximiliano Catalisano
Cada vez más jóvenes completan estudios, cursos y trayectorias educativas que prometen abrirles puertas, pero al salir al mercado laboral descubren un panorama muy distinto: empleos escasos, requisitos imposibles y una competencia que parece no tener fin. La frustración crece cuando el mensaje social insiste en que “estudiar garantiza un futuro”, mientras la realidad demuestra que no siempre es así. Esta nota propone mirar de frente esta contradicción, comprender sus raíces y abrir un debate que el sistema educativo y las sociedades ya no pueden seguir postergando.
Durante décadas, se instaló la idea de que la educación era el camino directo hacia mejores oportunidades laborales. Sin embargo, el mundo cambió más rápido que los planes de estudio y que la estructura tradicional de trabajo. Hoy, muchos jóvenes sienten que hicieron “todo bien”: asistieron a la escuela, aprobaron exámenes, completaron carreras, se capacitaron. Aun así, no logran insertarse en un mercado laboral que demanda otras competencias, se reorganiza con frecuencia y está fuertemente condicionado por las transformaciones tecnológicas y económicas.
Las causas de este desajuste son múltiples. Una de las más visibles es la distancia entre lo que se enseña y lo que el mercado laboral requiere realmente. Numerosos programas formativos mantienen enfoques teóricos, contenidos desactualizados o metodologías poco conectadas con situaciones reales. Esto no significa que el conocimiento académico no sea valioso, sino que, por sí solo, ya no alcanza para una inserción laboral que exige prácticas concretas, manejo de tecnología, resolución de problemas y capacidad para adaptarse a contextos cambiantes.
Otro aspecto central es que el mercado laboral actual experimenta una transformación profunda. Muchos empleos desaparecen, otros se automatizan y surgen nuevas ocupaciones que requieren habilidades que todavía no se enseñan en la mayoría de las escuelas y universidades. La brecha entre formación y demanda se agranda cuando las instituciones educativas tardan años en actualizar programas, mientras las empresas cambian sus necesidades en cuestión de meses. Este ritmo desigual deja a los estudiantes en una posición vulnerable, especialmente a quienes no cuentan con redes o capital social que faciliten su ingreso al mundo del trabajo.
A esto se suma la dificultad de acceder a la primera experiencia laboral. Las empresas suelen exigir conocimientos avanzados o experiencias previas para puestos de ingreso, lo que genera un círculo vicioso: no se consigue empleo por falta de experiencia, pero no se logra adquirir experiencia porque nadie ofrece oportunidades iniciales. Para muchos jóvenes, esto se traduce en una larga espera, trabajos informales o empleos que no requieren la formación que obtuvieron, lo que profundiza el desencanto y la incertidumbre.
En este escenario también influyen las condiciones socioeconómicas. Los jóvenes de sectores con menos recursos encuentran múltiples barreras adicionales: menor acceso a tecnología, dificultades para trasladarse, limitadas oportunidades de capacitación y escasos contactos profesionales. Todo esto incide en su inserción laboral y demuestra que estudiar, aunque es indispensable, no siempre iguala las posibilidades de acceder a empleos de calidad.
Asimismo, existe un fenómeno que preocupa desde hace años: la sobreoferta de títulos similares. En muchas regiones, se multiplicaron carreras que prometen empleabilidad inmediata, pero que, en la práctica, forman más profesionales de los que el mercado puede absorber. Esto no significa que esas carreras no tengan valor, sino que requieren una planificación más estratégica y un análisis profundo sobre la demanda real. De lo contrario, cada cohorte de egresados enfrenta una lucha desproporcionada por pocos puestos.
Pero la falta de trabajo para quienes estudian no debe leerse solo como un problema estructural del mercado laboral. También señala la necesidad de repensar la orientación vocacional y la toma de decisiones educativas. Muchos jóvenes eligen su camino guiado por expectativas ajenas, modas o información limitada sobre las posibilidades laborales reales. La orientación vocacional, en muchas escuelas, sigue siendo un taller breve en los últimos años y no un proceso sostenido que permita conocer intereses, habilidades y oportunidades concretas.
Frente a este panorama complejo, la clave no está en desalentar el estudio, sino en transformar la relación entre educación y trabajo. Las escuelas, universidades y centros de formación pueden convertirse en espacios donde el aprendizaje se conecte con proyectos reales, desafíos concretos y experiencias que aporten sentido. La articulación con empresas, organizaciones sociales y gobiernos locales permite que los estudiantes experimenten procesos de trabajo auténticos, comprendan necesidades del entorno y construyan redes profesionales desde etapas tempranas.
La formación técnica y profesional también puede asumir un rol fundamental al ofrecer trayectorias más flexibles, actualizadas y vinculadas con demandas territoriales. Sin embargo, esto requiere que las instituciones educativas revisen su oferta con periodicidad, incorporen prácticas profesionalizantes, estimulen el uso de tecnología y promuevan la formación continua. De esta forma, el estudiante deja de ser un observador pasivo y se convierte en un protagonista activo de su propio recorrido formativo.
Otra pieza clave es la capacitación en habilidades que hoy resultan decisivas: comunicación, trabajo en equipo, creatividad, organización de tareas, resolución de problemas, pensamiento analítico y manejo de herramientas digitales. Estas competencias no deberían enseñarse como contenidos aislados, sino integradas en proyectos, actividades y experiencias que permitan aplicarlas. Cuando los estudiantes desarrollan estas capacidades, su adaptación al mercado laboral es más sólida y versátil.
El acompañamiento emocional también tiene un papel esencial. La presión por obtener un empleo rápido, la inseguridad económica y el miedo a no cumplir con las expectativas pueden afectar la autoestima y la motivación de los jóvenes. Las instituciones educativas que ofrecen espacios de escucha, tutorías y orientación personalizada pueden marcar una diferencia sustancial. No basta con enseñar contenidos; también es fundamental ayudar a los estudiantes a navegar momentos de incertidumbre y a construir un proyecto de vida que incluya metas realistas.
Además, es importante analizar de manera crítica el mensaje social vinculado al éxito. En muchas ocasiones, se asocia el valor personal exclusivamente con la obtención de empleos formales o con determinados niveles de ingreso. Sin embargo, el mundo laboral está cambiando y también lo están las formas de producir, emprender, colaborar y generar impacto. A veces, el camino no está en encontrar un empleo tradicional, sino en crear proyectos propios, trabajar de manera independiente o combinar múltiples actividades. Para eso también se necesita formación, acompañamiento y nuevas miradas.
El desafío de estudiar, pero no conseguir empleo exige acciones colectivas. La articulación entre el sistema educativo, las políticas públicas y el sector productivo puede abrir nuevas rutas para una inserción laboral más justa y accesible. Esto implica generar oportunidades de prácticas, impulsar programas de empleo joven, actualizar planes de estudio y promover alianzas que reduzcan la distancia entre las aulas y el mundo laboral.
Hoy más que nunca, las juventudes necesitan saber que sus esfuerzos tienen sentido. La educación continúa siendo un pilar indispensable para el desarrollo personal y social, pero requiere transformaciones profundas que permitan que el aprendizaje dialogue con las necesidades de un mercado laboral en permanente movimiento. Pensar este vínculo con honestidad es el primer paso para construir soluciones duraderas y para que cada estudiante pueda proyectarse hacia un futuro posible, concreto y esperanzador.
