Por: Maximiliano Catalisano

Hay momentos en la escuela en los que un simple trabajo práctico puede convertirse en algo mucho más grande. De repente, una idea que nació en el aula empieza a tomar forma, los estudiantes se entusiasman, investigan, crean, presentan y descubren que pueden ir mucho más lejos de lo que imaginaban. Esa es la chispa del espíritu emprendedor: la posibilidad de transformar un proyecto escolar en una experiencia que enseña a pensar, hacer, decidir y sostener un propósito. En un mundo que cambia a gran velocidad, esta mirada se vuelve una oportunidad para que cada estudiante comprenda que puede crear, liderar procesos propios y dejar una marca en su entorno. Esta nota propone un recorrido profundo por las claves para convertir proyectos escolares tradicionales en verdaderas experiencias emprendedoras que despierten motivación y aprendizaje genuino.

El emprendedurismo en la escuela no implica formar futuros empresarios, sino ofrecer herramientas para que los estudiantes reconozcan su capacidad de generar ideas valiosas. Un proyecto emprendedor se sostiene en la creatividad, la resolución de problemas, la organización del trabajo y la toma de decisiones informadas. La escuela tiene el escenario ideal para acompañar estos procesos, porque brinda tiempo, guía pedagógica, espacios de reflexión y múltiples oportunidades para que cada grupo imagine soluciones a necesidades reales. Convertir un proyecto común en uno emprendedor implica cambiar la mirada: ya no se trata solo de cumplir con una consigna, sino de producir algo que tenga un impacto tangible.

El primer paso es identificar un propósito significativo. Cuando los estudiantes entienden para qué hacen lo que hacen, la motivación surge de manera natural. La elección del tema es fundamental: puede partir de un problema local, una necesidad de la comunidad, una mejora dentro de la escuela o un interés personal del grupo. Lo importante es que el proyecto responda a una inquietud auténtica y no a un tema impuesto sin conexión emocional. Los proyectos emprendedores que nacen de una preocupación cercana suelen tener un desarrollo más profundo, porque quienes participan sienten que pueden aportar una solución concreta.

Una vez definido el propósito, comienza la etapa de investigación. Aquí la escuela juega un rol determinante: acompañar el proceso sin resolverlo por los estudiantes. Investigar no significa solo buscar información en internet; implica entrevistar personas, visitar lugares, observar situaciones y analizar datos. Esta investigación permite que los estudiantes comprendan de manera directa cómo funciona el problema y qué posibilidades reales existen para intervenir. Además, fortalece habilidades de comunicación, pensamiento crítico y análisis, pilares esenciales de cualquier emprendimiento.

El diseño del proyecto es la fase donde las ideas toman forma. Los estudiantes deben definir qué quieren hacer, cómo lo harán, qué recursos necesitan y qué etapas seguirán. Este momento requiere planificación, creatividad y flexibilidad. La escuela puede ofrecer herramientas como mapas conceptuales, pizarras colaborativas, plantillas de planificación o incluso metodologías como el design thinking. Lo valioso no es que el proyecto quede perfecto desde el inicio, sino que permita iterar, corregir y mejorar. En muchos casos, los mejores proyectos surgen después de varios intentos fallidos que se transforman en aprendizajes.

La producción es tal vez la etapa más visible del proceso emprendedor. Aquí se concretan ideas en prototipos, campañas, objetos, modelos, presentaciones digitales o servicios. No importa si se trata de un producto físico, un proyecto cultural o una propuesta social: lo importante es que el proceso sea auténtico. La escuela puede brindar espacios de taller, laboratorios, salas multimedia o incluso alianzas con organizaciones externas. Esta instancia es muy motivadora para los estudiantes, porque ven cómo aquello que imaginaron comienza a existir. Además, es un excelente escenario para trabajar habilidades vinculadas al trabajo en equipo y la resolución de conflictos.

Una experiencia emprendedora no termina en la producción; necesita ser comunicada. La presentación del proyecto es una etapa pedagógica en sí misma. Explicar el proceso, defender ideas, mostrar resultados y recibir retroalimentación invita a los estudiantes a desarrollar claridad, solidez y confianza. La escuela puede organizar ferias, muestras abiertas, pitch ante expertos, exposiciones públicas o publicaciones digitales. Estas instancias les permiten compartir su trabajo y ponerlo en contacto con un público real. En esta etapa se fortalece la expresión oral, la argumentación y la capacidad de diálogo, competencias que trascienden lo escolar.

La reflexión es una parte imprescindible del proceso. Los estudiantes deben tener la oportunidad de analizar lo que aprendieron, los desafíos que enfrentaron, los errores que cometieron y cómo los resolvieron. Esta instancia es clave para consolidar el pensamiento emprendedor, porque invita a mirar el proyecto como un camino de crecimiento y no solo como un resultado final. La reflexión puede plasmarse en diarios personales, entradas en blogs, portafolios digitales o debates grupales. Cuando los estudiantes reflexionan, incorporan aprendizajes que podrán aplicar en nuevos proyectos dentro o fuera de la escuela.

Finalmente, transformar proyectos escolares en experiencias emprendedoras implica también reconocer que la escuela es un espacio donde se pueden construir iniciativas con impacto. No hace falta esperar a ser adulto para generar una idea valiosa; los estudiantes pueden hacerlo hoy mismo. Esta perspectiva fortalece su autoestima, su capacidad de decisión y su convicción de que pueden crear algo significativo. Además, impulsa una cultura escolar donde la innovación y la acción tienen un lugar central.

En un contexto educativo que busca conectar conocimiento y vida real, el trabajo por proyectos con mirada emprendedora aparece como una herramienta poderosa. Permite que los estudiantes descubran sus talentos, desarrollen habilidades clave y experimenten la satisfacción de ver materializadas sus ideas. La escuela se convierte así en un espacio donde la creatividad tiene valor, donde los errores son parte del proceso y donde cada proyecto puede abrir una puerta hacia nuevas oportunidades.