Por: Maximiliano Catalisano
Vivimos en una era donde el acceso al conocimiento parece ilimitado. En cuestión de segundos, cualquier persona puede obtener miles de respuestas, opiniones, teorías o datos sobre cualquier tema imaginable. Sin embargo, esa abundancia de información no siempre significa comprensión. Por el contrario, muchas veces provoca confusión, desorientación y una peligrosa sensación de saber sin haber aprendido realmente. En este contexto, la educación enfrenta uno de sus mayores desafíos: enseñar a los estudiantes a discernir, a distinguir lo verdadero de lo falso, lo importante de lo trivial, lo profundo de lo superficial. En un mundo que premia la rapidez, el discernimiento se ha convertido en un acto de sabiduría.
Durante siglos, el valor del conocimiento radicaba en la escasez. Saber era tener acceso a algo que otros no poseían. Hoy, el problema no es la falta de información, sino su exceso. La llamada “era digital” ha democratizado el acceso al saber, pero también ha multiplicado los riesgos de la desinformación, las noticias falsas y la manipulación. Las redes sociales, los algoritmos y las fuentes sin verificar construyen realidades paralelas que compiten por nuestra atención. En este panorama saturado, los estudiantes deben aprender no solo a informarse, sino a pensar sobre la información que reciben.
El desafío del discernimiento
Aprender a discernir no es desconfiar de todo, sino desarrollar la capacidad de analizar, contrastar y reflexionar antes de aceptar algo como cierto. Implica comprender que no toda información tiene el mismo valor, que las fuentes pueden tener intereses, y que la verdad requiere tiempo, evidencia y mirada crítica. En la escuela, esta habilidad debería cultivarse desde los primeros años, porque no se trata de un conocimiento técnico, sino de una forma de pensamiento.
El discernimiento requiere pausa. Mientras los mensajes se multiplican y los estímulos visuales saturan la mente, pensar se convierte en un acto contracultural. Enseñar a discernir es enseñar a detenerse, a leer más allá del titular, a sospechar de lo que parece demasiado perfecto o inmediato. En un entorno donde lo viral se confunde con lo verdadero, los alumnos necesitan herramientas para no dejarse llevar por la corriente.
El problema no es solo la desinformación externa, sino también el modo en que consumimos contenidos. Hoy, los estudiantes —y también los adultos— navegan de manera fragmentada, saltando de una idea a otra sin profundizar. Ese consumo acelerado debilita la atención y la comprensión. Aprender a discernir implica volver a ejercitar la concentración, la lectura pausada, la escucha activa. En tiempos de sobreinformación, pensar con calma es un acto de resistencia intelectual.
La escuela como espacio de pensamiento crítico
La escuela tiene la oportunidad —y la responsabilidad— de ser el lugar donde se aprenda a mirar con profundidad. El aula puede convertirse en un laboratorio de discernimiento, donde se analicen fuentes, se contrasten versiones y se discuta sobre la validez de la información. No se trata de desconfiar del mundo, sino de entenderlo mejor. Cuando los alumnos aprenden a discernir, no se dejan engañar fácilmente, desarrollan autonomía y fortalecen su pensamiento.
El docente tiene un rol esencial en esta tarea. No se trata solo de enseñar contenidos, sino de enseñar a pensar sobre los contenidos. Cada tema puede transformarse en una oportunidad para ejercitar el análisis: ¿De dónde proviene esta información? ¿Quién la escribió? ¿Con qué propósito? ¿Qué otras miradas existen sobre el mismo asunto? Estas preguntas, simples pero poderosas, ayudan a formar ciudadanos más conscientes, capaces de decidir con criterio propio.
Además, enseñar a discernir implica también reflexionar sobre el uso de la tecnología. No se trata de rechazarla, sino de usarla con responsabilidad. Los estudiantes deben aprender que el acceso a internet no garantiza comprensión, y que no todo lo que circula tiene valor académico o formativo. Aprender a verificar, contrastar y filtrar contenidos es una competencia esencial del siglo XXI.
El pensamiento propio como brújula
En medio del ruido informativo, el pensamiento propio es una brújula. Saber discernir no consiste solo en detectar mentiras, sino en construir una mirada personal sustentada en la reflexión. El alumno que discierne no repite lo que escucha, sino que elabora su propia comprensión del mundo. Esa capacidad se construye con práctica, con diálogo y con tiempo.
El pensamiento propio se fortalece cuando hay espacio para la duda. Aprender a discernir también significa aceptar que no siempre hay una única respuesta. Significa aprender a convivir con la incertidumbre, a valorar los matices y a reconocer la complejidad de los temas. Una educación que enseña a discernir no busca ofrecer certezas absolutas, sino formar mentes preparadas para navegar entre múltiples verdades.
En este sentido, la escuela debe recuperar su función más profunda: enseñar a pensar. No basta con ofrecer información o herramientas digitales. Lo que realmente transforma es la capacidad de analizar, de relacionar, de tomar distancia y reflexionar. Los estudiantes que aprenden a discernir no solo estarán mejor preparados para enfrentar los desafíos del mundo actual, sino que también serán más libres, porque no dependerán de lo que otros piensen por ellos.
Educar para comprender, no solo para informarse
La educación del futuro —y del presente— no puede reducirse a acumular datos. Educar es enseñar a comprender. Y comprender exige seleccionar, comparar, conectar y evaluar. Cuando un alumno comprende, puede decidir con criterio. Cuando solo acumula información, queda a merced de lo que le llega.
La sobreinformación genera ruido, pero el discernimiento genera claridad. Esa claridad no proviene de tener más datos, sino de saber interpretarlos. Por eso, la tarea de la escuela es ayudar a los estudiantes a construir significado. Leer una noticia, analizar un texto o debatir sobre un tema actual son prácticas que permiten poner en marcha esa capacidad. Cada pregunta, cada duda, cada contraste entre ideas es una oportunidad para ejercitar el discernimiento.
Educar para discernir es preparar a las nuevas generaciones para un mundo en el que la verdad se diluye fácilmente entre apariencias. Significa ofrecerles las herramientas para no perderse entre voces contradictorias, para sostener su propio juicio y para aprender a pensar con profundidad.
En definitiva, aprender a discernir en tiempos de sobreinformación es aprender a vivir con conciencia. Es comprender que no todo lo que brilla informa, que no toda opinión enseña y que el verdadero conocimiento exige tiempo, reflexión y humildad intelectual. En una época que nos invita a opinar antes de pensar, la educación tiene el desafío más noble de todos: formar personas que sepan mirar más allá del ruido, que aprendan a elegir con criterio y que comprendan que discernir es el primer paso hacia la sabiduría.
