Por: Maximiliano Catalisano

“No puedo” es una de las frases más frecuentes en las aulas, y a la vez una de las más desafiantes para los docentes. Detrás de esas dos palabras se esconde mucho más que una negativa: puede ser inseguridad, miedo al error, falta de motivación o la simple costumbre de rendirse antes de intentarlo. Cuando un estudiante instala el “no puedo” como respuesta automática, corre el riesgo de limitar su propio aprendizaje y de quedarse sin la oportunidad de descubrir sus capacidades. Por eso es fundamental que la escuela, las familias y cada docente encuentren caminos para transformar esa barrera en un punto de partida hacia el crecimiento personal.

El primer paso es comprender que el “no puedo” no significa siempre lo mismo. En algunos casos es un reflejo de baja autoestima, en otros una forma de llamar la atención, y muchas veces simplemente una estrategia para evitar el esfuerzo. Cada situación requiere una mirada atenta que permita identificar cuál es la verdadera causa detrás de esa frase. Escuchar al estudiante, observar cómo reacciona en distintos contextos y conversar con él puede ayudar a descubrir si el problema es la falta de confianza, la dificultad concreta en un tema o el desinterés por la tarea.

Trabajar con estudiantes que dicen “no puedo” implica proponer experiencias de aprendizaje donde lo posible se vuelva visible. En lugar de comenzar con desafíos demasiado complejos, es útil plantear pequeñas metas alcanzables que refuercen la confianza. Si un alumno siente que logra algo, aunque sea un paso mínimo, esa sensación de logro se transforma en motivación para intentar un poco más. El éxito no siempre se mide en grandes resultados, sino en la acumulación de avances que demuestran que el esfuerzo tiene sentido.

En este camino, el rol del docente es acompañar sin sobreproteger. Muchas veces, frente a la negativa del alumno, la tentación es resolverle el problema para evitar el bloqueo. Sin embargo, esa actitud refuerza la idea de que efectivamente no puede solo. La clave está en ofrecer andamiajes: pistas, preguntas, guías que lo acerquen a la respuesta sin dársela directamente. De esta forma el estudiante descubre que sí tiene recursos para avanzar y que su “no puedo” empieza a perder fuerza.

La motivación también juega un papel central. Un estudiante difícilmente se esfuerce en algo que siente lejano o sin sentido. Vincular las tareas con sus intereses personales, mostrar la utilidad de lo que aprende o proponer actividades más creativas son caminos para despertar el deseo de intentarlo. Muchas veces, cuando un alumno se engancha con una actividad que le resulta significativa, la frase “no puedo” desaparece casi sin darse cuenta.

Otro aspecto importante es el clima emocional del aula. Cuando un estudiante teme equivocarse porque piensa que será juzgado o ridiculizado, el “no puedo” se convierte en un escudo protector. Generar un espacio donde el error sea visto como parte natural del aprendizaje es fundamental para que los alumnos se animen a intentar. Reconocer el esfuerzo, valorar el proceso más allá del resultado y mostrar que todos se equivocan, incluso los adultos, ayuda a desarmar esa barrera.

En este proceso también es necesario el trabajo con las familias. Muchas veces el “no puedo” se instala en casa antes de llegar a la escuela. Comentarios negativos, comparaciones con hermanos o expectativas demasiado altas generan un clima en el que el estudiante prefiere rendirse antes de defraudar. Conversar con las familias y brindarles herramientas para acompañar de manera positiva es tan importante como lo que se hace en el aula. El cambio de mirada en casa refuerza los avances logrados en la escuela y evita mensajes contradictorios.

No hay que olvidar el valor del ejemplo. Cuando los docentes comparten sus propias experiencias de superación, muestran que todos enfrentamos obstáculos y que la perseverancia es parte del camino. Un “yo también pensé que no podía, pero lo intenté y lo logré” tiene un impacto mucho mayor que cualquier sermón. Los estudiantes aprenden tanto de las palabras como de las actitudes, y ver a un adulto que enfrenta retos con confianza y paciencia les brinda un modelo a seguir.

Un recurso valioso es enseñar estrategias de autorregulación. Respirar profundo antes de empezar, dividir una tarea grande en pasos pequeños, organizar el tiempo, repetir afirmaciones positivas o recordar logros anteriores son herramientas concretas que ayudan a cambiar la mentalidad del “no puedo” por un “voy a intentar”. Estas técnicas no solo sirven en la escuela, sino que los acompañan en la vida cotidiana, preparándolos para afrontar futuros desafíos.

Es importante entender que superar el “no puedo” no es un proceso inmediato. Se trata de un trabajo constante, donde los avances pueden ser lentos pero significativos. Cada pequeño logro, cada intento donde antes había abandono, cada sonrisa después de un reto cumplido es una victoria que marca el camino. Lo más valioso que puede enseñar la escuela es que todos tenemos la capacidad de aprender, que el error no es un enemigo y que el verdadero límite está en la decisión de no intentarlo.