Por: Maximiliano Catalisano

En cada aula y en cada patio de recreo se refleja un aspecto fundamental del aprendizaje: el vínculo entre la escuela y las familias. Si bien los estudiantes son los protagonistas del proceso educativo, el acompañamiento de los adultos que los rodean marca una diferencia profunda. Cuando docentes y familias logran construir acuerdos claros, sostenidos y respetuosos, la vida escolar fluye con mayor armonía, y se abren caminos para un crecimiento que va mucho más allá de lo académico. Sin embargo, no siempre es sencillo. Surgen diferencias de criterio, expectativas cruzadas y hasta tensiones que pueden desgastar el clima escolar si no se atienden a tiempo. Por eso, reflexionar sobre cómo tender puentes entre ambos espacios es indispensable para que cada estudiante sienta apoyo y coherencia en su recorrido.

La comunicación es la base de todo acuerdo. Muchas veces los malentendidos nacen más de la falta de diálogo que de una verdadera diferencia. Cuando las familias reciben información clara sobre lo que se espera de los estudiantes, y cuando los docentes escuchan activamente las inquietudes de los padres o tutores, se generan condiciones para encontrar puntos en común. Este ida y vuelta no se limita a reuniones formales: también está presente en pequeños gestos, como un comentario en la entrada o una nota enviada a casa. Cada instancia de contacto suma para reforzar la confianza mutua.

Ahora bien, los acuerdos no deben entenderse como imposiciones. No se trata de que una de las partes “gane” o imponga su visión, sino de construir un camino compartido. Por ejemplo, si una familia considera que la carga de tareas es excesiva, y el docente explica qué competencias busca fortalecer con esas actividades, es posible ajustar y encontrar un equilibrio que beneficie al estudiante. Este tipo de negociaciones no debilita la autoridad docente, sino que la enriquece, porque la convierte en una práctica situada, sensible a las realidades de cada grupo.

También es importante reconocer que las familias no son todas iguales ni tienen las mismas posibilidades de participación. Habrá padres o madres que dispongan de tiempo para involucrarse activamente en cada propuesta escolar, y otros que, por sus horarios laborales o por dificultades personales, apenas logren asistir a una reunión al año. En esos casos, la escuela debe generar alternativas de comunicación flexibles: correos electrónicos, cuadernos de mensajes, plataformas digitales o incluso audios breves que permitan mantener un vínculo sin exigir presencias que muchas veces son imposibles. Lo esencial es que nadie quede afuera del diálogo.

Un aspecto delicado es cómo manejar los conflictos. Toda relación humana atraviesa momentos de tensión, y en el vínculo escuela-familia no es diferente. Lo que marca la diferencia es la manera en que se resuelven. Cuando un docente escucha con apertura, sin adoptar una postura defensiva de inmediato, y cuando la familia se expresa desde el respeto, las discusiones pueden transformarse en aprendizajes compartidos. De hecho, muchas veces son los conflictos los que impulsan mejoras duraderas: una queja puede derivar en revisar prácticas pedagógicas o en generar nuevas formas de acompañar a los estudiantes.

Además, los acuerdos entre docentes y familias no se reducen a temas disciplinarios o de rendimiento escolar. También abarcan la construcción de valores comunes. La manera en que se abordan temas como el respeto, la convivencia, la responsabilidad o la solidaridad requiere coherencia entre lo que se dice en la escuela y lo que se refuerza en casa. Cuando ambas partes envían mensajes contradictorios, los estudiantes pueden confundirse y hasta perder interés en el proceso educativo. En cambio, cuando escuela y familia se complementan, se multiplica el impacto de cada enseñanza.

El rol de los estudiantes en este entramado tampoco debe minimizarse. Muchas veces los adultos hablan entre sí sin dar espacio a la voz de quienes están en el centro de todo: los propios alumnos. Incluirlos en los acuerdos, según la edad y madurez de cada uno, permite que no se sientan meros receptores de reglas, sino actores activos que comprenden por qué se toman ciertas decisiones. De este modo, los acuerdos dejan de ser pactos externos y se convierten en compromisos asumidos de manera personal.

La confianza es el resultado más valioso de este proceso. No se construye de un día para otro, sino a través de múltiples interacciones en las que las promesas se cumplen y los compromisos se respetan. Una familia que ve coherencia en las palabras y acciones de los docentes tendrá más predisposición a colaborar. Un docente que siente apoyo por parte de los padres frente a situaciones difíciles podrá sostener mejor su tarea. Y un estudiante que percibe esa red de confianza vivirá la escuela como un espacio seguro en el que vale la pena esforzarse.

Construir acuerdos entre docentes y familias implica cultivar un terreno fértil donde la comunicación, el respeto y la flexibilidad se vuelvan prácticas cotidianas. No es un camino lineal ni exento de dificultades, pero sus frutos son duraderos: estudiantes que aprenden con mayor compromiso, adultos que se sienten parte de una comunidad y una escuela que se consolida como espacio de encuentro. Cuando se logra este entramado, la enseñanza trasciende los muros del aula y se proyecta hacia la vida entera.