Por: Maximiliano Catalisano

En toda aula hay estudiantes que parecen esconderse detrás de su silencio o que evitan involucrarse en las actividades propuestas. A veces cruzan los brazos, otras bajan la mirada, y en ocasiones simplemente responden con frases cortas que no reflejan lo que realmente piensan. Para cualquier docente, esta situación puede resultar desafiante: la escuela es un espacio donde la participación enriquece, pero también es un lugar donde cada alumno llega con historias, emociones y modos de estar en el mundo. Por eso, trabajar con quienes se resisten a participar no debería ser entendido como un problema, sino como una oportunidad para generar nuevas estrategias que logren abrir puertas y tender puentes.

Detrás de la falta de participación casi nunca hay desinterés absoluto. Muchas veces se trata de timidez, miedo a equivocarse, inseguridad frente al grupo, experiencias previas de fracaso o simplemente estilos de aprendizaje distintos. Comprender que cada estudiante es un universo propio es el primer paso para que la escuela se convierta en un espacio en el que todos puedan expresarse a su manera.

Entender las causas del silencio

Antes de buscar soluciones rápidas, es importante detenerse en la observación. ¿Por qué ese estudiante no participa? Tal vez domine el contenido, pero sienta temor de hablar en público. Puede que no sepa cómo organizar sus ideas o que aún no haya encontrado confianza en sus capacidades. Incluso puede ocurrir que se sienta poco reconocido o que crea que sus aportes no serán valorados. Identificar las causas ayuda a diseñar intervenciones más cercanas y respetuosas.

El silencio nunca es neutro. Puede expresar cansancio, aburrimiento o incluso resistencia como forma de protegerse. El docente, con su mirada atenta, puede descifrar estas señales y convertirlas en puntos de partida. En lugar de insistir con la misma dinámica que genera rechazo, se abre la posibilidad de buscar caminos alternativos que inviten al estudiante a sentirse seguro.

Generar espacios de confianza

Un aula en la que se promueve la escucha y el respeto es un terreno fértil para que todos se animen a participar. Para los estudiantes que suelen resistirse, lo primero es asegurarse de que se sientan en un ambiente donde sus palabras no serán juzgadas con dureza. Pequeños gestos como agradecer cada aporte, dar tiempo para pensar o permitir diferentes formas de expresarse pueden marcar una gran diferencia.

A veces la participación no comienza hablando frente a todos, sino en una conversación breve con un compañero, en la escritura de una idea en papel o en una actividad creativa que no exige exposición inmediata. Al reconocer estas instancias como valiosas, el docente transmite el mensaje de que todas las formas de participar cuentan.

Diversificar las propuestas

Cuando un estudiante se resiste, muchas veces no es la falta de ganas de aprender lo que lo frena, sino el formato único de la propuesta. Diversificar las actividades permite que cada uno encuentre una puerta de entrada. Algunos se sienten cómodos en debates, otros en producciones escritas, otros en trabajos manuales o artísticos. Ofrecer distintas opciones hace posible que todos encuentren un modo de involucrarse.

La incorporación de dinámicas lúdicas, proyectos grupales, dramatizaciones o recursos digitales puede abrir nuevas motivaciones. Lo central es mostrar que la participación no es solo hablar en voz alta frente al curso, sino también aportar ideas, construir en conjunto y dejar huellas desde diferentes lugares.

Acompañar de manera personalizada

El docente cumple un papel clave en la cercanía con quienes más se resisten. A veces una conversación individual fuera del horario de clase o un breve comentario positivo después de un trabajo pueden convertirse en disparadores de cambios. Reconocer los logros, por pequeños que sean, ayuda a que el estudiante sienta que su esfuerzo tiene valor.

El acompañamiento también implica paciencia. No todos se animan al mismo tiempo ni de la misma manera. Forzar la participación puede generar el efecto contrario. En cambio, ofrecer espacios graduales, respetar los tiempos y mostrar confianza en las capacidades de cada uno construyen un camino más sólido.

Convertir la participación en experiencia positiva

La participación deja huella cuando se convierte en una experiencia gratificante. Si cada vez que un estudiante se anima recibe reconocimiento, escucha y valoración, es más probable que quiera repetirlo. Por el contrario, si se encuentra con burlas, indiferencia o sanciones, se refuerza la idea de que es mejor callar.

El aula puede transformarse en un espacio donde equivocarse no sea motivo de vergüenza, sino una oportunidad de aprendizaje compartido. En ese clima, los estudiantes se animan a arriesgarse y a mostrar lo que saben.

Más allá del aula

El desafío de trabajar con estudiantes que se resisten a participar no termina en la escuela. Muchas veces las causas se encuentran también en su entorno familiar, social o personal. Por eso, es importante articular con las familias, los equipos de orientación y los espacios de acompañamiento que puedan reforzar la seguridad y la autoestima.

Aprender a expresarse, a compartir y a confiar en los propios aportes es una habilidad que trasciende la etapa escolar. Cuando la escuela logra despertar en los estudiantes el deseo de participar, les está brindando una herramienta para toda la vida: la certeza de que su voz importa y de que pueden construir junto a otros.

Trabajar con estudiantes que se resisten a participar no significa “forzarlos” a hablar, sino encontrar los caminos adecuados para que descubran el valor de expresarse. Se trata de transformar el silencio en una oportunidad de crecimiento, de mostrar que cada voz en el aula enriquece al grupo y de recordar que aprender también implica animarse a ser parte.