Por: Maximiliano Catalisano
A simple vista, una hora libre puede parecer un recreo extendido, una pausa dentro de la rutina escolar, un momento de distensión sin consecuencias. Pero cuando esas horas libres se repiten con frecuencia, cuando se acumulan semana tras semana sin un propósito claro, comienzan a mostrar un efecto silencioso: los aprendizajes que no ocurren, las oportunidades que se diluyen, los vínculos que se enfrían, el tiempo que ya no vuelve. Lo que la escuela deja de enseñar en esas horas vacías no siempre se nota al instante, pero con el tiempo pesa. ¿Qué pasa cuando la escuela interrumpe su ritmo? ¿Qué pierde un estudiante cuando en lugar de contenidos, proyectos, experiencias y palabras, encuentra pasillos, espera o nada?
No se pierde solo una clase, se pierde una trama
Cada espacio de aprendizaje está conectado con otro. Una clase se vincula con la anterior, anticipa lo que vendrá, da continuidad al trabajo colectivo. Cuando falta una de esas piezas, no es solo un contenido el que se posterga: se rompe la trama que permite sostener la enseñanza. Y aunque el currículum siga avanzando, aunque se recupere más adelante la materia, algo del ritmo se pierde. Algo del interés también.
Las horas libres interrumpen procesos. Dificultan la constancia, debilitan el seguimiento, generan vacíos. Los estudiantes se adaptan, sí, pero muchas veces lo hacen desde la desconexión. Aprenden a esperar, a llenar el tiempo como pueden, a bajar la expectativa. Y con eso también baja la intensidad del aprendizaje.
La presencia sin propósito desgasta
Cuando las horas libres son reiteradas, los estudiantes comienzan a dudar del sentido de estar ahí. Se preguntan para qué ir a la escuela si no hay clases. Empiezan a irse antes, a llegar más tarde, a considerar que estar presentes no siempre implica participar. Eso tiene un impacto fuerte en la experiencia escolar.
Estar en la escuela sin una propuesta clara, sin una guía, sin alguien que acompañe, puede generar desinterés y sensación de tiempo perdido. Incluso los estudiantes más comprometidos pueden sentir que sus esfuerzos no encuentran respuesta cuando una parte importante de la jornada queda vacía.
La oportunidad de enseñar se desperdicia
Cada hora libre es una hora menos para enseñar. No solo desde el contenido específico de una materia, sino desde la construcción de valores, habilidades, preguntas y vínculos. Una clase es también un espacio para el diálogo, para la escucha, para trabajar en grupo, para equivocarse y volver a intentar. Cuando esas oportunidades se suspenden, aunque sea por un rato, el daño no siempre es visible, pero existe.
No se trata de negar que los imprevistos ocurren. Docentes que faltan, reuniones necesarias, licencias justificadas. El problema no es la excepción, sino la naturalización. Cuando la hora libre deja de ser algo ocasional para convertirse en rutina, la escuela se vacía de uno de sus sentidos centrales: enseñar con presencia.
La organización institucional también enseña
Los estudiantes aprenden no solo por lo que se dice en el aula, sino por lo que la escuela muestra con sus acciones. Si hay planificación, si hay reemplazos, si hay continuidad, están aprendiendo que lo que ocurre en la escuela importa, que vale la pena, que alguien pensó en ellos. Si en cambio cada ausencia se traduce en desorganización, improvisación o vacío, el mensaje es otro: que todo es momentáneo, que se puede esperar, que no hay urgencia en el aprendizaje.
Las horas libres reiteradas enseñan eso. No con palabras, sino con hechos. Enseñan que se puede dejar pasar el tiempo. Que se puede estar sin hacer. Y eso va en contra de la experiencia activa, creativa y comprometida que queremos para nuestros estudiantes.
El silencio de la hora libre también comunica
En esas horas donde no hay clase, donde no hay guía, donde no hay propuesta, los estudiantes quedan solos frente a un espacio que no siempre saben habitar. Algunos se aíslan, otros se dispersan, otros se desconectan del todo. Lo que podría ser una oportunidad para explorar otras formas de aprendizaje se transforma muchas veces en una espera sin sentido. Y el riesgo es que ese silencio se transforme en desinterés general.
Por eso, pensar alternativas para las horas libres es una tarea urgente. No se trata de llenar el tiempo porque sí, sino de ofrecer algo que tenga sentido, que invite, que proponga. Talleres, espacios de lectura, juegos, momentos de reflexión, tareas colaborativas. Hay muchas posibilidades si se parte de una intención clara: no dejar a los estudiantes a la deriva.
Una hora libre puede ser una oportunidad si se la piensa
Hay escuelas que transformaron las horas sin clase en espacios de tutoría, de acompañamiento, de encuentro. Que organizan actividades con bibliotecarios, con preceptores, con estudiantes mayores. Que piensan en el tiempo como un recurso valioso y no como algo que se puede perder sin consecuencias.
Recuperar esas horas, incluso cuando no está el docente habitual, es una forma de cuidar la experiencia educativa. Es una manera de decir: tu tiempo importa. Estás acá para aprender, y eso no se negocia.
No es solo una hora. Es la suma de muchas. Es la señal que se da. Es el modo en que la escuela se muestra presente, incluso cuando hay ausencias. Porque enseñar no es solo dar clase. Es estar. Es sostener. Es construir cada día, incluso en los momentos más simples.