Por: Maximiliano Catalisano

Durante décadas, la escuela ha intentado involucrar a estudiantes, familias y docentes a través de mecanismos que, en su momento, parecían innovadores y efectivos. Sin embargo, la vida social y cultural ha cambiado, y con ella las expectativas y necesidades de quienes forman parte de la comunidad educativa. Lo que antes generaba entusiasmo, hoy a veces se percibe como una obligación sin sentido o un trámite más. La participación escolar no es un lujo, es parte de la experiencia de aprender y enseñar, pero para que sea real y significativa necesita actualizarse. Seguir repitiendo esquemas del pasado, por costumbre o por falta de alternativas, puede terminar alejando a las personas en lugar de acercarlas.

Muchos de los modelos de participación que hoy resultan obsoletos nacieron en un contexto en el que la comunicación era más lenta, la vida comunitaria estaba más centralizada en la escuela y las familias tenían un rol más pasivo frente a las decisiones educativas. Las reuniones generales donde un directivo habla durante una hora y los asistentes solo escuchan, los actos escolares donde los estudiantes se limitan a recitar o desfilar, o las comisiones que se forman, pero nunca se vuelven a reunir, son ejemplos de prácticas que pierden fuerza.

En estos formatos, la participación es más formal que real. Los asistentes cumplen con “estar presentes”, pero no necesariamente sienten que su voz importe o que puedan influir en lo que ocurre. Esto genera un distanciamiento que no siempre se percibe de inmediato, pero que erosiona la conexión entre los diferentes actores de la comunidad educativa.

El desgaste de ciertos modelos no significa que las personas ya no quieran participar, sino que buscan otras formas más ágiles, dinámicas y significativas para hacerlo. La vida actual exige tiempos más breves, interacción directa y un sentido claro de para qué se participa. Si una reunión no tiene un objetivo concreto y visible, la asistencia cae. Si un proyecto no permite que cada participante aporte algo único, el compromiso se diluye.

En el caso de los estudiantes, los modelos de participación agotados suelen ser aquellos donde su papel es meramente decorativo. Elegir un “representante” que no tiene herramientas reales para transmitir inquietudes, o pedir opiniones que luego no se consideran en la práctica, son acciones que desmotivan. La participación juvenil necesita espacios genuinos de decisión, donde sus propuestas puedan discutirse y, cuando sea viable, ponerse en marcha.

Con las familias ocurre algo similar. Las convocatorias masivas a reuniones o eventos sin una propuesta clara suelen derivar en baja asistencia o en una presencia mecánica. A veces, los padres y madres se sienten convocados solo para escuchar problemas o recibir indicaciones, en lugar de ser invitados a construir soluciones. Esto genera una percepción de que la participación es una carga más y no una oportunidad para aportar.

Para el personal docente y no docente, los modelos agotados son los que implican largas jornadas de reunión sin un plan concreto, donde se repiten temas ya discutidos y las decisiones parecen predeterminadas. La sensación de que el tiempo no se aprovecha para avanzar, sino solo para “cumplir”, desgasta la motivación y debilita el trabajo en equipo.

Es importante reconocer que la transformación de la participación no se trata de reemplazar todo lo anterior, sino de repensar qué vale la pena mantener y qué necesita cambiar. Algunos formatos pueden renovarse, incorporando dinámicas más interactivas, tiempos más acotados, herramientas digitales para ampliar la participación y, sobre todo, un sentido claro de por qué se convoca a las personas.

Cuando se habla de participación significativa, se alude a experiencias donde cada actor siente que su presencia tiene un impacto real. Esto implica no solo escuchar opiniones, sino también considerar cómo integrarlas a las decisiones, aunque no siempre se pueda implementar todo. El solo hecho de ver que las ideas circulan y se evalúan ya refuerza el vínculo y el compromiso.

El riesgo de no revisar estos modelos es que la participación se convierta en un ritual vacío, algo que “hay que hacer” pero que no deja huella. En ese punto, la escuela pierde un potencial enorme para generar comunidad, fortalecer vínculos y enriquecer los procesos educativos con la diversidad de miradas que la conforman.

La escuela del presente necesita espacios de participación que se adapten a los tiempos actuales, que valoren la experiencia de cada persona y que promuevan un verdadero intercambio. Esto no significa que todo deba ser digital o rápido, sino que cada propuesta debe tener un sentido claro, una dinámica que permita expresarse y una consecuencia visible de lo que allí se planteó.

Repensar la participación es también un acto de cuidado hacia quienes dedican su tiempo a formar parte. Significa valorar ese tiempo, optimizarlo y darle un propósito que trascienda la formalidad. Porque cuando la escuela logra que sus miembros sientan que estar allí es una oportunidad y no una obligación, la participación deja de ser un trámite para convertirse en una experiencia transformadora.