Por: Maximiliano Catalisano
Vivimos en una sociedad apurada, donde todo parece medirse en velocidad. Se espera que los chicos lean antes de tiempo, que memoricen rápido, que no repitan, que no se retrasen. Sin embargo, hay un aspecto fundamental del aprendizaje que queda fuera de este ritmo acelerado: la posibilidad de aprender lento. Lejos de ser un problema, aprender a otro ritmo puede ser una oportunidad para profundizar, para entender mejor, para construir con más solidez. En lugar de corregirlo, deberíamos valorarlo. En esta nota queremos detenernos a mirar por qué hay estudiantes que necesitan más tiempo, qué significa eso en términos reales y cómo acompañarlos sin poner el foco en la urgencia.
El tiempo como condición para comprender
Aprender lento no es sinónimo de no aprender. Muchas veces, quienes se toman más tiempo para incorporar un contenido lo hacen desde un lugar de mayor reflexión. No repiten datos sin comprenderlos, no pasan de largo sin preguntar, no siguen el ritmo porque sí. Quieren saber por qué, cómo, para qué. En ese sentido, su forma de aprender puede ser más profunda que la de quienes avanzan a toda velocidad, pero sin detenerse en lo importante.
Las escuelas suelen estar organizadas para un tipo de estudiante ideal que avanza en bloque, al ritmo del calendario escolar. Pero en la vida real, los chicos y chicas aprenden de maneras muy distintas. Algunos necesitan ver más ejemplos, otros requieren más tiempo para procesar. Algunos se distraen con facilidad, pero luego recuperan el hilo, otros necesitan volver sobre lo ya visto varias veces. Y todo eso es válido. El problema no es aprender lento, sino que el sistema no lo contemple.
Cuando el ritmo se convierte en presión
Muchas veces, los propios adultos son quienes apuran los procesos. Por ansiedad, por miedo, por presión externa. Se exige que el chico “alcance al resto”, que no se atrase, que esté “al nivel”. Pero esas expresiones, más que ayudar, generan frustración. El estudiante que se siente permanentemente comparado, observado o corregido por su ritmo termina creyendo que no puede, cuando en realidad necesita otra forma de llegar.
También hay que tener en cuenta que el aprendizaje no es lineal. Hay momentos de avance, de estancamiento, de retroceso, de nuevos comienzos. A veces se tarda en incorporar una noción, pero una vez que se comprende, todo lo demás fluye. No todos aprenden en orden. Algunos niños pueden tener grandes capacidades en unas áreas y necesitar más apoyo en otras. Y eso no define su valor ni su futuro.
Qué pasa cuando el tiempo escolar no alcanza
La organización escolar, dividida en grados, trimestres, materias y horarios fijos, no siempre permite acompañar los ritmos diversos. Muchas veces, el docente siente que debe seguir adelante, aunque algunos estudiantes no hayan entendido. La presión por cumplir con contenidos planificados termina dejando afuera a quienes necesitan más tiempo.
Por eso, es importante pensar estrategias flexibles dentro del aula. No se trata de “frenar todo” por un estudiante, sino de generar condiciones para que todos puedan avanzar a su ritmo, sin ser etiquetados ni dejados atrás. Dar más oportunidades para repasar, explicar con ejemplos diferentes, invitar a los pares a ayudar, construir puentes entre lo que ya saben y lo nuevo. También, resignificar el error como parte del proceso y no como una falla.
Valorarlo no es romantizarlo
Decir que aprender lento tiene valor no implica negar que existen dificultades. Algunos estudiantes efectivamente enfrentan barreras que requieren apoyo, intervención, estrategias específicas. Pero eso no quiere decir que deban ser apartados ni señalados como problema. Muy por el contrario, cuanto más se acompaña el proceso, menos se cronifican esas dificultades.
Valorar el aprendizaje lento implica reconocer que el conocimiento no siempre llega al primer intento. Que no todos tienen que aprender al mismo tiempo. Que el silencio, la pausa, el ensayo y error también forman parte del acto de aprender. Que hay un pensamiento que crece de a poco, que madura con el tiempo, y que muchas veces da mejores resultados que el que se apura sin entender.
Revisar cómo enseñamos
El foco no debe estar solo en cómo aprenden los estudiantes, sino también en cómo se enseña. ¿Damos lugar a las pausas? ¿Aceptamos que alguien pregunte varias veces lo mismo? ¿Diseñamos actividades que contemplen distintos ritmos? ¿Valoramos el esfuerzo tanto como el resultado?
Hay docentes que se toman el tiempo de volver a explicar sin juzgar. Que no señalan a quien va más lento. Que encuentran otras formas de enseñar cuando algo no se comprende. Esas actitudes marcan la diferencia. Aprender lento, en un entorno que acompaña, puede ser mucho más potente que aprender rápido en un contexto de presión o desinterés.
El aprendizaje no tiene un solo modelo
En una época donde se celebran los logros inmediatos, es importante recuperar la idea de que el conocimiento necesita tiempo. Que cada estudiante tiene su camino. Que el aula debe estar preparada para alojar esa diversidad sin convertirla en obstáculo. Y que el objetivo no es solo que todos lleguen, sino que lleguen entendiendo.
Aprender lento no es un problema a corregir. Es una forma posible, legítima y valiosa de construir conocimiento.