Por: Maximiliano Catalisano
Hay días en que el aula se convierte en un lugar de resistencia. No por los estudiantes, no por los contenidos, sino por la sensación de estar solo. Solo ante situaciones que se repiten, ante decisiones que no se explican, ante demandas que no se contemplan. Cuando la institución no acompaña al docente, todo se vuelve cuesta arriba. Se enseña desde el cansancio, se prepara desde la frustración, se escucha desde la angustia. No se trata de pedir favores ni de buscar privilegios. Se trata de construir condiciones mínimas para que enseñar no duela. Esta nota invita a pensar qué pasa cuando ese acompañamiento no está, cómo afecta al trabajo diario, y por qué es urgente repensar el vínculo entre el docente y la escuela que lo contiene… o lo suelta.
El silencio como respuesta
Uno de los indicadores más comunes de que la institución no está acompañando es el silencio. El silencio frente a los reclamos, el silencio ante una situación grave en el aula, el silencio cuando se necesita respaldo. No hay devolución, no hay escucha, no hay mirada. Y ese vacío no es neutro: duele. Porque el docente que da aviso de una dificultad espera, al menos, ser tenido en cuenta. Cuando eso no ocurre, se instala la sensación de que nada importa. Que todo lo que se plantea cae en saco roto. Ese desamparo institucional no solo desgasta, también desmotiva.
En muchas ocasiones, el silencio institucional no es solo ausencia. Es una forma de decir “arréglate solo”. Es dejar claro que el problema no es de todos, sino del que lo vive. Y esa fragmentación del trabajo docente rompe el sentido de pertenencia. Se enseña desde el aislamiento, como si cada aula fuera una isla.
El respaldo que no llega
Cuando se presenta una situación compleja con un estudiante, una familia, o incluso entre colegas, el docente necesita saber que no está solo. Que hay un equipo que piensa con él, que se hace presente, que se involucra. Pero muchas veces ese respaldo no aparece. Y el problema crece, se acumula, se convierte en desgaste.
No es lo mismo enfrentar una situación difícil sabiendo que hay alguien al lado, que tener que resolverla sin herramientas, sin acompañamiento y bajo presión. El resultado es el agotamiento, la sensación de injusticia, y la pérdida del sentido del trabajo. Porque no se trata de que todo funcione perfecto, sino de que haya alguien que esté dispuesto a acompañar el proceso, incluso cuando las respuestas no son inmediatas.
Cuando el acompañamiento es solo formal
Existen instituciones donde el acompañamiento está en los papeles, en las reuniones, en los discursos. Pero cuando el docente necesita algo concreto, no hay acción. Las palabras no alcanzan si no están sostenidas por gestos reales. Porque acompañar no es solo decir “te entiendo”. Es habilitar tiempos, revisar criterios, pensar estrategias en conjunto.
Muchas veces, el docente se ve obligado a cumplir con tareas administrativas, planificaciones, reuniones, informes, sin que se tenga en cuenta la carga real que eso implica. La falta de flexibilidad y comprensión frente a contextos específicos también es una forma de abandono. Lo formal se impone sobre lo humano, y el docente queda atrapado en una lógica que no contempla sus necesidades reales.
El impacto emocional del abandono institucional
Cuando un docente siente que la institución no lo acompaña, el malestar no es solo profesional. Es emocional. Se instala una tristeza que no se dice, una bronca que no se canaliza, una decepción que se arrastra. Se pierde la alegría de enseñar, se pierde la confianza en el equipo, se pierde la conexión con lo que se hace. Y eso afecta directamente la experiencia en el aula.
Los estudiantes lo perciben. Porque un docente agotado no puede sostener los vínculos como quisiera. No puede escuchar con paciencia, ni crear con entusiasmo, ni evaluar con calma. No porque no lo desee, sino porque no tiene margen. Acompañar al docente no es un gesto individual: es una necesidad institucional que impacta en todo el proceso educativo.
Construir una cultura de acompañamiento
No hay recetas mágicas, pero sí hay decisiones posibles. Acompañar al docente implica construir una cultura institucional donde se pueda hablar, donde los problemas no se tapen, donde las decisiones no se tomen a espaldas del aula. Implica confiar, dialogar, sostener. Implica revisar prácticas, habilitar espacios de cuidado, compartir responsabilidades.
Una escuela que acompaña no es una escuela perfecta. Es una escuela que se hace cargo. Que asume que enseñar no es fácil, que el trabajo docente está atravesado por múltiples tensiones, y que no se puede esperar que una persona resuelva todo sin ayuda. Cuando ese acompañamiento existe, el trabajo cambia. Se respira distinto, se planifica distinto, se enseña con otra entrega.