Por: Maximiliano Catalisano
A veces el aula funciona como un reloj: las actividades fluyen, los tiempos se cumplen, la mayoría de los estudiantes participan. Pero siempre hay uno, o varios, que parecen no encajar. No siguen el ritmo, no se enganchan con las propuestas, no se sienten parte. ¿Qué pasa cuando un alumno no se adapta al sistema escolar? ¿Qué implica esa “falla de adaptación”? ¿Es una cuestión del estudiante o una señal de que hay algo en el entorno que necesita revisarse? Más que buscar culpables, este tema requiere una mirada honesta, abierta y profundamente humana sobre lo que significa pertenecer, ser parte y aprender con otros.
La escuela no es neutra
El sistema escolar está lleno de reglas no dichas: cómo se espera que se comporten los estudiantes, cuánto tiempo deben quedarse sentados, cómo tienen que responder, qué ritmo de trabajo es el ideal, qué cosas son aceptadas como conocimiento y cuáles no. Aunque no siempre se expliciten, esos mandatos pesan. Y cuando un chico o una chica no los cumple, se habla de “problemas de conducta”, de “déficit de atención”, de “inadaptación”. Pero pocas veces se interroga al sistema mismo.
La escuela fue pensada en otra época, con otras lógicas. En muchos aspectos no ha cambiado su estructura, aunque sí cambiaron las infancias, las familias, las formas de aprender. Seguir esperando que todos los estudiantes respondan igual, se adapten a un solo modelo o encajen sin dificultad es desconocer esa transformación.
Mirar con otros ojos
Cuando un alumno no se adapta, lo primero que suele hacer el sistema es buscar un diagnóstico. Se derivan consultas, se aplican etiquetas, se interviene con informes. Pero muchas veces lo que falta es una pregunta más profunda: ¿qué necesita este estudiante para aprender? ¿Cómo lo escuchamos? ¿Qué condiciones puede ofrecerle la escuela para que se sienta parte?
No adaptarse no siempre significa tener un problema. A veces, significa simplemente que se percibe el mundo de otra manera. Que se aprende de otro modo. Que no se toleran ciertas formas de control, o de relación. Que se trae otra historia a cuestas. Que hay dolor, miedo, o ganas de expresarse diferente. Para entender eso, hace falta tiempo, disponibilidad, apertura. Hace falta una mirada que no esté centrada únicamente en corregir.
El malestar que se hace visible
Muchos de los comportamientos que se leen como inadecuados son en realidad formas de expresar algo que no puede decirse con palabras. El cuerpo inquieto, la distracción constante, la agresividad, la tristeza o el silencio pueden ser síntomas de un malestar más profundo. La escuela, en su afán de normalizar, a veces olvida que educar también implica alojar esas diferencias sin convertirlas en amenaza.
Cuando un alumno no se adapta, la pregunta no debería ser cómo modificarlo, sino cómo transformamos el espacio para que pueda estar. No se trata de justificar todo, sino de comprender más. No se trata de imponer límites sin sentido, sino de ofrecer una estructura que incluya, que contenga, que habilite otras formas de estar.
El rol de los adultos
La intervención de los docentes, preceptores, directivos y familias es clave. Pero no para controlar, sino para construir un vínculo. Muchos estudiantes etiquetados como “conflictivos” son en realidad chicos que están esperando ser vistos. Que necesitan que alguien confíe en ellos. Que buscan un sentido en lo que hacen. Que aún no encontraron una forma de aprender que los haga sentirse capaces.
Los adultos tienen la responsabilidad de abrir caminos. De generar otras posibilidades. De no quedarse con la primera impresión. De insistir, de acompañar, de ofrecer alternativas. A veces con una propuesta diferente, a veces con una palabra oportuna, a veces con una escucha que no juzga. Cuando un alumno siente que no tiene que fingir para ser aceptado, algo cambia. Y desde ahí, puede empezar a construirse otra relación con el saber.
Repensar la escuela
Que un alumno no se adapte debería ser una señal de alerta para toda la institución. No como una falla, sino como una oportunidad. ¿Qué tipo de escuela queremos? ¿Una que premie la obediencia o una que habilite el pensamiento? ¿Una que sancione lo distinto o una que lo incluya en su propuesta?
No se trata de eliminar las normas, sino de preguntarse si tienen sentido. No se trata de bajar la exigencia, sino de diversificar los caminos. No se trata de permitirlo todo, sino de construir espacios donde todos puedan encontrar una forma posible de aprender. Aunque no sea igual a la de los demás. Aunque incomode. Aunque nos obligue a cambiar.
El derecho a no encajar
No todos los estudiantes van a moverse con naturalidad dentro del sistema. Y eso no los invalida. A veces, son justamente ellos quienes nos obligan a pensar distinto, a salir del molde, a innovar. En lugar de excluirlos, necesitamos aprender con ellos. Porque cuando alguien no encaja, quizás el problema no es él. Quizás lo que falla es la idea de que todos deben encajar de la misma manera.