Por: Maximiliano Catalisano
El trabajo en equipo no se da por arte de magia. En el aula o entre colegas, lograr que un grupo se organice, se escuche y actúe de manera colaborativa requiere algo más que una consigna. Por eso, las dinámicas de grupo bien pensadas pueden marcar una diferencia real. No solo promueven la participación, sino que también ayudan a construir confianza, mejorar la comunicación y fortalecer los lazos entre los integrantes. Y lo mejor: muchas de ellas no requieren materiales costosos ni largos tiempos de preparación. Solo ganas de experimentar y acompañar los procesos grupales con atención y flexibilidad.
En el ámbito escolar, tanto con estudiantes como entre docentes, las dinámicas son una herramienta poderosa para generar climas más positivos. Una actividad breve al comenzar el día puede cambiar por completo la disposición para aprender o trabajar. Y si se repiten con cierta frecuencia, se convierten en una especie de «ritual» que favorece la cohesión del grupo.
Para estudiantes, las dinámicas más exitosas son las que combinan movimiento, juego y participación. Por ejemplo, una actividad llamada “el objeto misterioso” puede hacerse en ronda: cada estudiante trae un objeto que tenga un valor simbólico, y lo comparte con el grupo sin revelar su identidad; los demás deben adivinar de quién se trata y explicar por qué. Esto estimula la escucha, el respeto por el otro y la empatía.
Otra dinámica muy útil es el “dibujo compartido”. Se trabaja por parejas o tríos. Cada grupo debe crear un dibujo con consignas específicas (sin hablar, turnándose, etc.). Al final, se conversa sobre cómo fue la experiencia: qué decisiones tomaron, si hubo acuerdos o diferencias, cómo se sintieron. Lo que parece una actividad simple se transforma en una excusa para reflexionar sobre cómo se organiza un grupo, cómo se resuelven los desacuerdos y qué lugar ocupa cada persona en el proceso.
En el nivel secundario, donde los vínculos entre pares son más complejos, las dinámicas de debate o resolución de problemas suelen generar buenos resultados. Un ejemplo es “la isla desierta”: se plantea una situación ficticia en la que deben tomar decisiones grupales con recursos limitados. A través del juego, los estudiantes practican argumentar, escuchar ideas distintas, ceder o defender posturas. No hay una única respuesta correcta, y eso estimula el pensamiento divergente y la tolerancia.
Con docentes o equipos de conducción también es posible trabajar dinámicas que mejoren la forma de vincularse en lo cotidiano. Una muy valorada es “la línea del tiempo compartida”. Cada integrante escribe en una hoja momentos que considera importantes de su trayectoria profesional. Luego se pegan en una línea del tiempo común. El grupo recorre ese trayecto en voz alta, reconociendo trayectorias y vivencias. La actividad genera una mirada más profunda sobre los otros, activa la memoria colectiva y refuerza el sentido de pertenencia.
A veces, las dinámicas también sirven para destrabar tensiones. Cuando un grupo viene con acumulación de malentendidos o falta de escucha, una actividad que implique contacto no verbal —como los juegos de coordinación o los retos de construcción colaborativa— permite correrse del discurso y volver a conectarse desde otro lugar. No se trata de forzar la alegría ni de disfrazar los problemas con juegos, sino de generar espacios diferentes que activen otras formas de interacción.
La clave para que las dinámicas funcionen está en el momento en que se hacen, en la disposición del docente o del facilitador para sostenerlas y, sobre todo, en lo que pasa después. La instancia de devolución grupal es fundamental. Un círculo final donde se comparten sensaciones, aprendizajes o inquietudes ayuda a resignificar la experiencia. Y lo más importante: permite que las personas pongan en palabras cómo se sintieron, qué descubrieron sobre el grupo y qué quieren seguir trabajando.
No todas las dinámicas sirven para todos los grupos, ni todos los días. Hay que observar, probar, ajustar. A veces una actividad que parece menor genera una conversación poderosa. Otras veces no sucede nada y está bien que así sea. Lo que importa es la intención de generar espacios que promuevan el encuentro genuino entre personas que comparten un espacio común.
Cuando se aplican con continuidad y sin forzar resultados, las dinámicas de grupo se vuelven una herramienta para crear climas más sanos, fortalecer vínculos, resolver conflictos y trabajar de forma más fluida. No hacen milagros, pero pueden abrir puertas.
Y en tiempos donde el aislamiento digital o la presión de lo urgente se sienten con fuerza, proponer una actividad que convoque al juego, a la palabra compartida y al encuentro con otros puede ser el punto de partida para que un grupo se transforme en un verdadero equipo.