Por: Maximiliano Catalisano
En la escuela, los conflictos son inevitables. Surgen en el recreo, en el aula, en trabajos grupales o en actividades extracurriculares. Aunque muchas veces generan preocupación, también pueden ser una fuente valiosa de aprendizaje si se los aborda de manera consciente. La clave está en no verlos solo como un problema que requiere sanción, sino como una oportunidad para desarrollar habilidades sociales, emocionales y comunicativas. Abordar un conflicto sin recurrir al castigo no significa dejarlo pasar ni minimizarlo, sino transformarlo en una experiencia que ayude a crecer a quienes participan.
Durante décadas, la respuesta más común ante un conflicto escolar fue la sanción: llamados de atención, amonestaciones, suspensiones. Estos métodos buscaban frenar conductas, pero pocas veces lograban cambiar de raíz lo que las provocaba. Sin un espacio para comprender lo ocurrido, los estudiantes suelen repetir las mismas acciones o cargar con un resentimiento que empeora las relaciones. Al dejar de lado el castigo como única respuesta, la escuela abre la puerta a un abordaje más formativo.
Una de las primeras enseñanzas que deja un conflicto tratado sin sanciones es el valor de la comunicación. Cuando se invita a las partes a expresar lo que sienten, lo que les molestó y cómo lo vivieron, se fomenta la capacidad de poner en palabras las emociones. Este ejercicio fortalece la empatía, ya que escuchar la perspectiva del otro permite comprender que las situaciones no se perciben igual desde todos los puntos de vista.
También se aprende sobre responsabilidad. Lejos de eximir a los estudiantes de las consecuencias, un abordaje sin castigos busca que asuman un papel activo en la reparación del daño. Esto puede incluir pedir disculpas, restituir algo que se rompió, colaborar en una tarea o participar en acciones que beneficien al grupo. El énfasis está en que comprendan cómo sus acciones impactan en los demás y en el ambiente escolar.
Otro aprendizaje valioso es la gestión de las emociones. En el calor de un conflicto, es común que aparezcan la ira, la frustración o la tristeza. Al trabajar el problema sin recurrir a sanciones punitivas, se pueden enseñar técnicas para calmarse, reflexionar y decidir la mejor forma de actuar. Esto no solo ayuda en la escuela, sino que se convierte en una herramienta útil para toda la vida.
Además, un conflicto gestionado sin castigos permite desarrollar el pensamiento crítico. Preguntarse qué lo originó, cómo podría haberse evitado y qué se puede hacer diferente la próxima vez estimula la reflexión y el análisis de las propias conductas. Así, los estudiantes dejan de ver la disciplina como un conjunto de normas impuestas y comienzan a comprenderla como un acuerdo de convivencia que protege a todos.
El papel del docente en este proceso es fundamental. No se trata de mediar de manera improvisada, sino de contar con estrategias claras para guiar el diálogo, contener emociones y orientar hacia soluciones constructivas. Esto puede implicar momentos de conversación individual, espacios grupales para debatir lo ocurrido o el uso de herramientas como los círculos de diálogo, donde cada persona tiene la oportunidad de hablar y escuchar sin interrupciones.
Un ejemplo concreto puede ser una discusión en un equipo de trabajo. En lugar de separar a los estudiantes o quitarles la actividad, se puede proponer una instancia para que cada uno exponga qué pasó, qué le molestó y cómo cree que podría solucionarse. A partir de allí, se pueden acordar cambios en la forma de trabajar o repartir tareas que eviten nuevos roces. Este tipo de resolución no solo resuelve el problema puntual, sino que enseña a resolver diferencias sin necesidad de una figura de autoridad que imponga una sanción.
Otra enseñanza que deja este enfoque es la construcción de confianza. Cuando los estudiantes perciben que la escuela no los juzga únicamente por sus errores, sino que busca comprenderlos y acompañarlos, se sienten más seguros para reconocer fallas y pedir ayuda. Esto favorece un clima escolar más sano, donde los desacuerdos se pueden abordar sin miedo a represalias.
En este sentido, no utilizar el castigo como primera medida no implica ser permisivo. La firmeza está presente, pero se combina con el respeto y el compromiso de buscar soluciones que reparen el daño y fortalezcan la convivencia. De esta forma, la disciplina deja de ser una lista de sanciones y se convierte en un aprendizaje activo sobre cómo vivir en comunidad.
Finalmente, los conflictos tratados de esta manera dejan una enseñanza que trasciende las paredes de la escuela: la importancia de la resolución pacífica. En un mundo donde las diferencias suelen escalar rápidamente, saber escuchar, dialogar y buscar acuerdos es una habilidad que no solo mejora las relaciones interpersonales, sino que contribuye a una sociedad más respetuosa.
En definitiva, los conflictos no tienen por qué ser sinónimo de sanción y tensión. Si se los aborda con intención pedagógica, se transforman en una herramienta para aprender sobre comunicación, responsabilidad, gestión emocional, pensamiento crítico y cooperación. Así, cada desacuerdo deja de ser un obstáculo y se convierte en una oportunidad para crecer.