Por: Maximiliano Catalisano

Cada vez que se inicia una nueva unidad didáctica, se abre la oportunidad de contar una historia que articule saberes, proponga desafíos y conecte sentidos. No se trata solo de reunir contenidos o agrupar actividades, sino de construir una experiencia de aprendizaje que tenga coherencia interna y un propósito claro. Pensar el todo y sus partes es, en este contexto, una manera de ofrecer un camino que convoque al estudiante a recorrerlo con interés y compromiso.

Diseñar una unidad didáctica implica tomar decisiones que respondan a una intención pedagógica. Es necesario partir de una pregunta potente o de un problema que organice el recorrido y convoque a los estudiantes desde el inicio. Esa idea central debe permitir desplegar distintas actividades, instancias de reflexión, momentos de producción y evaluación, en una secuencia que tenga sentido tanto para quien enseña como para quien aprende.

En este diseño, cada clase tiene un rol que cumplir. No todas las sesiones pueden ni deben ser iguales. Algunas abren preguntas, otras sistematizan, otras permiten crear, experimentar o poner en común. Pensar el todo y sus partes significa que cada encuentro dialoga con los demás, y juntos construyen un trayecto que va más allá de la suma de momentos.

La unidad también requiere de un diagnóstico inicial: conocer el punto de partida del grupo para decidir qué se enseña, cómo se propone y con qué recursos. La flexibilidad es clave para ajustar lo planificado sobre la marcha sin perder el horizonte. Las actividades no son piezas sueltas: están al servicio del propósito general. Y el propósito, a su vez, debe estar en diálogo constante con las características del grupo y del contexto.

El cierre de una unidad no es solo una evaluación. Es la oportunidad de mirar hacia atrás, recuperar lo aprendido, resignificar los recorridos y proyectar nuevos desafíos. Cerrar una unidad no es poner punto final, sino abrir la puerta a otras preguntas, a otras búsquedas, a nuevos relatos por construir.