Por: Maximiliano Catalisano
En las escuelas, la convivencia no se construye solo con normas o acuerdos escritos en carteles, sino con miradas atentas, silencios que comprenden y gestos que interpretan. Observar no es espiar ni juzgar: es detenerse, mirar con intención y descubrir lo que a veces las palabras no alcanzan a decir. En un tiempo en el que las interacciones escolares pueden volverse tensas o superficiales, recuperar el valor de la observación como estrategia pedagógica puede transformar la forma en que entendemos los vínculos, los conflictos y las oportunidades de aprendizaje que surgen en el día a día.
Observar es una forma de cuidar. El docente que observa con atención no solo identifica conductas, sino que comprende contextos, percibe emociones y anticipa situaciones que pueden afectar la convivencia. La observación permite ver más allá de lo evidente: detrás de una actitud desafiante, de un silencio prolongado o de una risa exagerada puede haber cansancio, inseguridad o necesidad de afecto. En ese sentido, observar es un acto profundamente humano, que se apoya en la empatía y en la sensibilidad para leer el clima emocional del grupo.
La observación en la escuela no debe pensarse solo como una herramienta de control o seguimiento, sino como una vía para comprender mejor a los estudiantes y al grupo en su conjunto. Observar cómo se relacionan, cómo se integran, cómo participan o cómo reaccionan ante distintas situaciones permite al docente intervenir con mayor sentido, eligiendo el momento y la palabra justa. Muchas veces, un gesto de acompañamiento a tiempo evita conflictos mayores y ayuda a que los alumnos se sientan vistos, comprendidos y valorados.
Cuando se habla de mejorar la convivencia, se suele pensar en talleres, mediaciones o proyectos de resolución de conflictos. Sin embargo, antes de todo eso, está la mirada. Una convivencia sana se construye sobre la capacidad de leer las señales que el grupo ofrece. Observar el tono de voz de los alumnos, la manera en que ocupan el espacio, quién se queda solo en el recreo o quién busca llamar la atención constantemente brinda pistas para actuar con mayor comprensión. La observación no juzga, interpreta. No señala, acompaña. Y cuando se instala como práctica cotidiana, cambia la dinámica del aula porque los vínculos se vuelven más auténticos y respetuosos.
La observación como herramienta pedagógica
La observación no es una habilidad que surja por azar: se entrena, se planifica y se sistematiza. Los docentes que incorporan la observación como parte de su práctica descubren una fuente inagotable de información sobre los aprendizajes y las relaciones interpersonales. Observar no significa intervenir constantemente, sino saber cuándo hacerlo. Hay momentos en los que es necesario dejar que los alumnos se expresen libremente, para luego analizar sus reacciones y comprender mejor sus modos de pensar y sentir.
Registrar lo que se observa es otro paso importante. Las anotaciones, aunque sean breves, permiten identificar patrones, detectar cambios de conducta o reconocer avances en la convivencia. Este seguimiento ayuda a los equipos docentes a planificar estrategias más precisas, centradas en las necesidades reales del grupo. La observación bien utilizada se convierte en una brújula que orienta las decisiones pedagógicas y favorece un ambiente más armonioso.
También puede ser una herramienta valiosa para el trabajo institucional. Cuando varios docentes comparten sus observaciones sobre un mismo grupo, se amplía la mirada y se logra una comprensión más profunda de la dinámica escolar. Este intercambio fortalece el sentido de comunidad educativa, porque cada mirada aporta una pieza del todo. Observar juntos es aprender juntos.
Observar para intervenir con sentido
Uno de los grandes desafíos de la convivencia escolar es intervenir sin precipitación, comprendiendo el porqué de las conductas antes de reaccionar. La observación permite precisamente eso: actuar desde la comprensión y no desde la urgencia. Un maestro que observa descubre cuándo un conflicto necesita mediación y cuándo solo requiere tiempo para que los propios alumnos lo resuelvan. Sabe distinguir entre un problema ocasional y un patrón de comportamiento.
Observar ayuda también a identificar las fortalezas del grupo, no solo sus conflictos. Es tan importante ver los momentos de tensión como los gestos de colaboración, la solidaridad espontánea o las risas compartidas. Estas observaciones positivas permiten reforzar lo que sí funciona, lo que construye, lo que une. A veces, destacar y celebrar lo que se observa en los vínculos saludables tiene más impacto que corregir lo que no está bien.
La observación contribuye además a la formación emocional de los estudiantes. Cuando se sienten observados con respeto y sin juicio, los niños y adolescentes aprenden a mirar también al otro con más comprensión. De ese modo, la observación genera un efecto espejo: quien es mirado con empatía aprende a mirar del mismo modo. Este círculo virtuoso fortalece la convivencia y el sentido de pertenencia.
Mirar para transformar la convivencia
En un aula, siempre pasan muchas cosas a la vez: palabras, gestos, silencios, risas, miradas que se cruzan o se evitan. Observar es detenerse en ese movimiento, descubrir sus matices y entender que cada detalle comunica algo. No se trata solo de mirar lo que ocurre entre los alumnos, sino también de observarse a uno mismo: cómo hablamos, cómo reaccionamos, qué mensajes transmitimos con nuestras propias actitudes. La observación empieza por el docente y se extiende al grupo como una práctica compartida.
Una escuela que observa es una escuela que aprende. Cuando los equipos docentes incorporan la observación en su rutina, dejan de actuar por costumbre y empiezan a hacerlo con mayor conciencia. Observar permite ajustar tiempos, cambiar estrategias, anticipar conflictos y construir espacios donde todos puedan sentirse cómodos. La convivencia mejora no por imposición, sino porque las relaciones se vuelven más auténticas y se comprenden en profundidad.
Enseñar a observar también puede formar parte del trabajo con los estudiantes. Pedirles que miren cómo se organizan los grupos, cómo se sienten al participar, qué perciben en el clima del aula, ayuda a desarrollar una conciencia colectiva sobre la convivencia. Cuando los propios alumnos aprenden a mirar sin juzgar, a reconocer las emociones y las diferencias, la escuela se convierte en un espacio donde el respeto se vive y no solo se enuncia.
Observar, entonces, es mucho más que una técnica: es una actitud educativa. Es abrir los ojos y el corazón para entender que detrás de cada comportamiento hay una historia, una emoción, una necesidad. Y cuando esa comprensión se instala en la cultura institucional, la convivencia deja de ser un problema para convertirse en una oportunidad de crecimiento compartido.