Por: Maximiliano Catalisano

En un mundo donde las respuestas inmediatas abundan, pero las preguntas profundas escasean, enseñar habilidades como la comunicación, la colaboración, la creatividad y el pensamiento crítico ya no es una opción, es una necesidad urgente. La escuela, más que transmitir contenidos, tiene hoy el desafío de ser un espacio donde los estudiantes puedan ejercitar estas capacidades todos los días, en cada clase, en cada interacción, en cada proyecto compartido. Ya no alcanza con saber. Hay que saber pensar, saber dialogar, saber construir con otros.

Desarrollar la comunicación implica mucho más que hablar bien. Es aprender a escuchar, a interpretar distintos puntos de vista, a construir consensos y expresar ideas de forma clara y respetuosa. En el aula, esto se traduce en dinámicas que prioricen la participación, la escritura con sentido, el debate argumentado, el trabajo con fuentes diversas y la lectura comprensiva más allá del texto literal. La palabra, cuando se convierte en herramienta para construir sentido, transforma la experiencia escolar.

La colaboración también pide un cambio en la mirada. Pasar de tareas individuales a proyectos compartidos implica aprender a coordinar, a distribuir roles, a asumir responsabilidades y a valorar los aportes ajenos. En este punto, la figura del docente es clave para modelar actitudes, facilitar acuerdos y ayudar a gestionar los conflictos que pueden surgir en el camino. Porque trabajar con otros no es fácil, pero es imprescindible en cualquier escenario profesional y social.

La creatividad no es solo un rasgo artístico, es una forma de ver el mundo. Impulsarla en la escuela significa permitir que los estudiantes propongan, diseñen, experimenten y encuentren nuevas maneras de resolver problemas. Significa habilitar el juego, el error, la exploración y el pensamiento divergente. El aula creativa no es caótica: es un espacio donde las ideas pueden tomar forma sin miedo a ser juzgadas.

Y el pensamiento crítico, quizás el más desafiante, exige cultivar la duda. Enseñar a preguntar, a cuestionar fuentes, a reconocer sesgos, a argumentar con datos, a no conformarse con la primera explicación. Fomentarlo es formar estudiantes que no solo aprendan lo que se les dice, sino que sean capaces de construir sus propias interpretaciones del mundo.

Estas habilidades no se enseñan con una ficha, ni se resuelven con una clase expositiva. Se entrenan, se viven, se desarrollan en una escuela que se anima a moverse, a revisar sus formas de enseñar, a escuchar a sus estudiantes y acompañarlos con cercanía. No hay fórmulas mágicas, pero sí hay caminos posibles. Y todos empiezan por hacer de la escuela un lugar donde aprender tenga sentido para el presente y para lo que viene.